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Cincuenta epístolas a Bilbo (XLII)

La plancha o la lectura pueden ser placeres que quedan postergados cuando un perro se instala en tu vida

Antes de que aterrizaras en casa, este juntaletras planchaba dos o tres tardes a la semana. Ahora no tengo tiempo más que para media colada como mucho. Me lo robas, perro acaparador. Planchar me relajaba. Conseguí mecanizar los movimientos que dicho menester requería: enchufar el utensilio, montar el armazón, estirar la pieza sobre él, pasar la plancha, doblar la prenda, volver a pasar la plancha, otra doblez, otra pasada de plancha? y así sucesivamente hasta concluir la faena y colocar la ropa con un poco de cuidado en los montones correspondientes a los ajuares limpios y planchados. La mecanización del acto de planchar, no exenta de cierta destreza adquirida con la doble o triple práctica semanal, como dije, me relajaba, me permitía echar la mente a pacer, colocarla a sus anchas:

"Martes antes de almorzar / una niña fue a jugar, / pero no pudo jugar / porque tenía que planchar. / Así planchaba, así, así, / así planchaba, así, así, / así planchaba que yo la vi".

Escogía toallas, calzoncillos, camisetas, niquis, sudaderas, pantalones, jerseys, juegos de cama (solo sábanas bajeras, encimeras y almohadones, puesto que los edredones como las bragas y los calcetines no necesitan plancha, se doblan y ya está). De los trapos complicados (camisas, por ejemplo) no me ocupaba si no era imprescindible. Exigían demasiada concentración. Ahora, ni eso. Tú, que tienes una cara como el cemento armado, me hurtas, me chupas la mayor parte del tiempo.

Antes de que te dejaras caer por casa, allá por la Navidad del 14, dedicaba también bastante tiempo a la lectura. Al levantarme del sillón desorejado, donde leía con placidez y complacido la edición veraniega de la revista "El Cuaderno", se me escapaban desagradables regüeldos con sabor a pepino. Que en agosto se degustaran ensaladas a la hora de comer entraba dentro de las costumbres gastronómicas, pero que siempre se presentaran de pepino ya no era tan normal. Que en pleno verano se propusieran lecturas ligeras también se entendía, pero que siempre se aliñaran cuentos cortos para salir del paso llegaba a resultar empachoso. Lo curioso era que el pepino me gustaba y los cuentos me asombraban. El paralelismo entre ensaladas y lecturas me venía trazado sin proponérmelo, sin querer. Lo complicado estribaba en desenredar el ovillo del cotejo con uñas de gato remolón, en determinar el cruce, o el corte, o la ruptura final de aquellos parangones especulativos, característicos de tardes calurosas, soporíferas, propensas a divagaciones extravagantes. No acertaba a deducir otra ensoñación que la evidente: la apetitosa tersura del pepino me invadía la boca, me repetía en sonoros, desabridos eructos; los asombrosos relatos cortos de verano me acomplejaban, me aturdían, transido de envidia cochina.

Eso era todo de aquella, antes de tu advenimiento. Y tenía su aquel aquietante, sosegador, las cosas como son. Ahora, contigo atravesado a cada paso, ni eso. Me birlas, me quitas un tiempo precioso descaradamente, chucho ladrón, so chorizo.

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