Subyace a los cuadros de depresión, suicidio y sociopatía el síndrome de desapego materno o duelo por pérdida, asociado a cierta disposición agresiva que el individuo dirige bien hacia sí mismo, bien hacia los otros. Se entenderá esta reacción al duelo por pérdida si se atiende a la psicobiología del hombre. Se da en el individuo, desde su nacimiento, la inclinación predeterminada genéticamente a formar vínculos personales con la madre. Esta inclinación al apego es favorecida por la tendencia a mantener la proximidad tanto por el hijo como por la madre. Cuando en la primera etapa de la vida el apego es seguro, la tendencia de mutua proximidad es satisfactoria y, además, el niño lo vive sin miedo a la pérdida o separación y éste se aventurará a explorar el mundo, con la confianza en sí mismo que inspira la seguridad en la presencia de aquélla. A su vez, la continuidad en el apego, sin perturbaciones, va a generar el vínculo afectivo que favorecerá la autonomía personal propia de un individuo seguro y equilibrado. Es éste el comienzo del bebé en la adquisición de las primeras habilidades sociales y comunicativas. En los casos de niños que sólo disfrutan el apego y la proximidad a intervalos, incluso que sufren desapego, se observa que, a la vuelta de la madre, la inclinación de apego aparece con mayor intensidad. En fin, la observación pone de manifiesto que la inclinación temprana de apego y vínculo afectivo es consubstancial al ser humano.

Se trata de tendencia y no de un hábito adquirido. La disposición del niño orientada hacia la madre no ha sido adquirida, como es obvio, en una escuela para bebés; el sentimiento de la madre por el hijo, vivido como siendo su propio ser, no ha sido inculcado a ésta durante su niñez en el seno familiar, ni existe un programa ad hoc ofertado por el sistema educativo, para despertar en la mujer lo que es conocido como sentimiento maternal. Este modo de conducirse la madre es tan consubstancial a la especie humana, a la psicobiología femenina que, aquella en la que no aparece, es considerado por el sentir popular como monstruosidad y, desde una consideración psicológica, como un trastorno o perversión de índole psicoafectiva. La orientación de aquellas facultades psicobiológicas del bebé está genéticamente determinada y es el elemento dinamizador de la relación de simbiosis o vínculo vital del niño con su madre. Esta orientación innata en el neonato y la inclinación psicobiológica a la proximidad de la madre con el hijo es el humus en el que enraíza la vinculación afectiva materno-filial.

La proximidad materno-filial cobra un significado tan relevante en la personalidad del futuro adulto como el que tienen los cuidados en la higiene y nutrición para la salud y el desarrollo físico. En razón de la naturaleza de este apego y proximidad de la madre vividos por el niño, así será la confianza de éste en aquélla. La mayor o menor firmeza de esta confianza contribuirá a la mayor o menor seguridad del bebé en la exploración del mundo y de la existencia propia. La mayor o menor firmeza del vínculo vital o simbiosis contribuirá en la configuración de una personalidad bien segura, bien débil, según el caso. El duelo por pérdida, por la reiterada y prolongada o inadecuada presencia de la madre, así como por abandono, dañará la confianza de éste en ella. Si esta carencia materna tiene lugar en los primeros meses de vida del bebé, el duelo por pérdida o desapego dejará una huella imborrable, si bien inconsciente, pero presente en su vida afectiva de adulto. Cuando la privación del vínculo es reiterada y prolongada, incluso definitiva, o la atención recibida es de una madre de afectividad perturbada, aparece en el niño la conducta de duelo por pérdida, cuyas manifestaciones son estados de ansiedad intensa y aflicción, estados seguidos por la búsqueda de la perdida figura materna hasta que, finalmente, la desesperación se apodera de él. Ya adulto, cuando han tenido lugar el apego y el íntimo vínculo afectivo con otro ser humano, si esta relación se rompe, el sentimiento de duelo en su extremo patológico se manifiesta en su dependencia afectiva de la persona objeto de su apego, persona que le había venido ofreciendo, hasta la ruptura, la seguridad personal y la confianza de ser importante para ella. Llegado el momento de la ruptura, se apoderan del alma del abandonado el angustioso anhelo por el objeto amado, la melancolía y el miedo a la soledad. Es habitual el caso del sufriente rechazado dirigirse a quien le ha abandonado y, suplicante, solicitar compasión con su dolor y, ahogado en la pena, implorar que no le deje, en la esperanza de que, si le permite ser la sombra de su sombra, la sombra de su perro, ambos volverán nuevamente a ver sus corazones abrazarse y arder el anciano volcán; pero, cuando ya nada es dado esperar, sólo abrigará el deseo de la nada más absoluta, el suicidio.