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La ventana

Escuchar y oír la música

¡Allá vamos, allá voy! Intento pertrecharme de renovadas ilusiones para superar la cuesta de enero. Aún persisten los efectos de la resaca navideña cuando nos encontramos inmersos en el inicio del nuevo año. En muy corto espacio de tiempo vivimos celebraciones tan sonoras como la Navidad, el Año Nuevo y Reyes, de las que cada vez es más difícil aislarse y alrededor de cada una de ellas coinciden una enorme variedad de actos, de índole religioso, familiar, gastronómico, cultural y social.

Cada uno de nosotros ya hemos hecho nuestro propio balance de los días vividos y asignado a cada plato de la balanza cada momento, y también hemos firmado en el aire, sabedores que no cumpliremos, compromisos para el año que empieza.

No voy a referirme a los días en los que he traspasado la dieta saludable, ni a las compras superfluas, ni a los gestos de felicidad obligatorios. Quiero en esta ocasión hacer mención a los actos musicales que cada vez están más extendidos. Tengo la impresión que cuanto más proliferan menos se aprecia el arte musical.

Gracias a la televisión hoy todos conocemos la Marcha Radeztky y a Johann Strauss lo tratamos como de la familia. Un día cualquiera en un lugar cualquiera asisto a un concierto, de los muchos que se han programado en estos días. Compruebo que despierta mi interés, tanto por la interpretación como por los temas del repertorio, no les ocurre así a dos personas que detrás de mí no cesan de cuchichear, supongo que cosas que nada tienen que ver con lo que allí nos congrega. En el banco anterior una señora mueve continuamente y con violencia su notable melena y al inicio de cada pieza, si se da el caso que le es conocida, la comenta con la vecina y hasta la tararea un poco. Condenado a no poder escuchar las melodías a mi gusto me resigno y sigo contemplando lo que me circunda. No me puede pasar desapercibida la cabeza cana de un señor que dominada por el sueño cede por su peso como un badajo. Pero quien más me irritó fue quien ocupaba dos bancos antes del mío. Permaneció durante toda la sesión sin dejar de consultar su maldito teléfono móvil. Al menos el que dormía no perdió el tiempo.

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