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Psicóloga y logopeda

¡No me dejes!

Las dificultades para superar el desamor

Hay a quienes la pasión les ha traído uno al lado del otro. En un primer momento, todo aquello para dar y recibir se ha agotado en noches de vino y rosas; después, queda descubrir un desdibujado rostro, al mirar el uno al otro; finalmente, tan solo el silencio de un abismo que les distancia. Nada qué decirse, nada qué saberse; en espera inane, hacen hacer tiempo, matar el tiempo. Así, débil el ánimo, pasa el tiempo; el tiempo les pasa.

Hay, en cambio, a quien los días de vino y rosas le hacen albergar la esperanza de lazos firmes, de la unión sin acabamiento. Es habitual que, en esta relación, dé con un concurrente quien, notando en él brotar un algo de calada hondura, cree amar, cuando ello es tan solo flujo de sentimientos poderosos. Si bien estos sentimientos son reales, en éste la promesa de continuidad de la relación es fluctuante, como lo son los afectos de los que nacen.

En cambio, para el yo amante, noches de vino y rosas son tan solo bambalinas que no le distraen de su real y sincero encuentro en el escenario de la vida con el tú amado, con quien, siendo, quiere ser. En la convicción de haber encontrado a quién unirse "en una sola carne", propone hacer la vida juntos. El alma animada de amante alimenta el anhelo de ser correspondida: ¡Sí quiero ser contigo! Pero es el caso que el otro implicado no siempre desea implicarse. Llegado este momento, resistiéndose a ser siendo sin el otro, sin el amado, el dejado, el abandonado, una y otra vez, impetra: "¡No me dejes!". El suplicante comprueba que no hay respuesta a su ruego; que en el amado no existe compartido interés. Así, el desolado en la soledad encontrada e impuesta, se da a soñar islas desconocidas, estrellas sin nombre.

El alma lastimada de decepción es fácil que sea presa de un tenebroso pesimismo y zigzaguee en la inclinada pendiente de 'nada qué esperar': "Cuántas veces la decepción irresignada llega a convertirse en desesperación irresistible". En la impetración se admite la dependencia. Una vez se abre el espacio inconmensurable, a raíz de la marcha del amado, el sufriente lo es de incertidumbre, la incertidumbre de qué será de él y qué su vida, sin la persona en quien ha proyectado su razón de ser. Sin embargo, la pasta, de la que está hecha la condición humana, es la que es. Aun, en los casos más graves de desesperación, donde la incertidumbre y los pensamientos ominosos asaltan en el crepúsculo del día, siempre se da en el sufriente un resto de esperanza de ver "renacer el fuego de un viejo volcán".

En el primero caso descrito, tan solo se concurre en el incendio de la pasión de enamorados, cuya corta combustión deja sólo cenizas esparcidas en la corriente de la memoria. En el segundo, la dependencia afectiva deja en el dependiente la percepción del propio ser como no propio, del ser ido a la estela del amado ausente, del ser desdibujado en la quimera de quien ha decidido ausentarse en el adiós.

Cierto que, en el origen del amor, hay un componente sentimental y afectivo, componente que, como se ha dicho, está sujeto a vaivenes que escapan al individuo. Si la relación de pareja se alimentase tan solo de este componente sentimental y afectivo, la relación sufriría, hasta desvanecerse, por los golpes de los vaivenes. Los afectos y los sentimientos tienen que ver con el modo cómo afecta lo llegado de quienes rodean al sentiente; tiene que ver con los cambios internos que causan las acciones y modos de ser de quienes le rodean. Estos cambios conllevarán una modificación en los sentimientos y afectos del sentiente; en cada uno de estos vaivenes, al sentiente le asaltará la incertidumbre acerca de la conveniencia o no de la actual relación. La incertidumbre -suele ser habitual que así sea- se la resuelve la presencia de un otro ser que, por lo novedoso y por la mayor intensidad de la convulsión que le causa en su sentir, le llevará abandonar la actual relación, defraudando las expectativas albergadas en el alma de quien, hasta la presencia del tercero, ha venido siendo la persona compañera de viaje.

Es habitual, en quien predomina el componente afectivo, propender a confundir el estado de excitación por deseo con el amor. Cuando el enamoramiento o entrada en el amor deja al individuo en el lado de acá del umbral, en el lado de lo tan solo sentimental, sin adentrar en el amor, su afecto se apagará una vez sea poseído el objeto y, con ello, haya alcanzado la satisfacción. No debe sorprender el daño que causa en su víctima, a la pareja que desdeña. En su embriaguez y como poseído, el enamoradizo ha desplegado habilidades y encantos para atraer a la persona deseada, a la que juzga fascinante y atrayente. En su turbación sentimental, idealiza, idolatra, endiosa a su víctima. La persona embaucada, una vez caída en la red tejida de seducción y creyéndose valiosa e importante para alguien, vive un aumento de la autoestima. Al sentirse importante y ya siendo amante, sale de sí al encuentro del ser amado y gravita hacia él como lo irremplazable. Acabada la pasión o ilusorio amor, es habitual que del enamoradizo se apodere un vacío que le impele a la búsqueda de lo novedoso e intenso. Ahora, en este estado de apatía anímica, de tedio sentido una vez consumada la convulsión afectiva, el alma del enamoradizo deja de interesarse por quien le ama. Este estado, el de la indiferencia -habitualmente acompañado de medias verdades y excusas- es causa de un daño en quien ama de no fácil superación, daño que, en un primer momento, se manifiesta en la pérdida de la autoestima y debilidad en el alma que, en los casos más graves, va acompañada de una incertidumbre acerca del valor y sentido de la propia existencia.

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