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Psicóloga y logopeda

Quico

Los celos entre hermanos pequeños y sus consecuencias

Al despertar cada día, a la mirada de tres años, todo sorprende: la luz roja del amanecer inundando la habitación, el piar desaforado en el nido de los mirlos, los haces de luz que escapan de la mano infantil. Cada día, con el corazón contraído y el alma retenida en la respiración, el joven, oculto bajo las sábanas, oye las pisadas de quienes allí se dirigen para celebrar, una mañana más, que él está ahí.

Como todo ser humano, Quico tiene su yo. Y Quico siente que se le hiere. Si no se le reconoce su género, le duele doblemente. No reconocer en él lo que es, varón, en una etapa en la que reivindica ser único, Quico lo vive como un "hacerle de menos", un no haberle tenido en cuenta; es no haberle considerado como "lo importante". El no haber identificado su condición de varón es la prueba de la falta de interés por él. Lo mismo habría sucedido si, en lugar de Quico, hubiera sido Quica. Lo relevante para él es el error; es la prueba de que, para quien ha cometido el error de apreciación, él no es importante, lo importante.

Pero la herida se hace más dolorosa. Semejante error le ha hecho recordar que es otro ser, en este caso, de condición femenina, el que le ha destronado. Efectivamente, el joven sufre de celos infantiles, sufre el drama por "príncipe destronado". En su furia, exigiendo a la descortés señora que reconozca su condición de varón, el joven reivindica su trono perdido. Mal se interpretaría la reivindicación si sólo se apreciara en ella la expresión de la vanidad infantil. Es más bien la manifestación de un sentir más radical, propio de la condición humana. Se trata de la necesidad de pertenencia, de religación con otros, ligado junto con los propios, inclinación propia del individuo de la especie humana. La respuesta inadecuada o incompleta a semejante necesidad dejará en el alma del joven, para el resto de su vida, la huella sombría del desamparo; incluso, le dejará mermado de fuerza anímica para afrontar la soledad consubstancial al mismo drama existencial, el que cada individuo debe afrontar por sí mismo y de forma irremplazable, porque nadie puede nacer, vivir y morir por él. En razón de cómo se subvenga a la necesidad infantil de pertenencia y al conflicto anímico de los celos, así será la fortaleza de ánimo, la seguridad en sí mismo y autonomía personal, en las sucesivas etapas de la vida.

La falta de consideración de la imprudente e impertinente señora ha colocado a Quico frente a la realidad; una realidad en la que toca ser-con-otros; realidad, en la que la hermanita recién nacida y en quien cree ver una amenaza, le desestabiliza y le puede hacer peligrar su puesto, desplazándole del lugar que ocupa a otro alejado y de segundo orden. Lo relevante para Quico es perder el amor de mamá y papá, tan importante como el aire que respira. Si esta herida, abierta en su yo, no es atendida como es debido, Quico acabará siendo un tullido emocional, y un mal -el miedo a la soledad- se apoderará de su alma. Mañana, Quico será un dependiente afectivo.

La razón de que Quico revuelva con el desayuno y se resista a comer o que haga ascos, es porque, en su infantil razonamiento, ha llegado a la convicción de que a su hermana Cris, por ser un bebé, todos atienden y es el centro de atención. Piensa: "hay que hacerse el bebé" para ser atendido en el regazo de mamá y, entre sus brazos, constatar en la sonrisa de la madre, de su madre, la celebración del hecho de estar él ahí, de ser-ahí y para ella, sólo él para ella y, cómo no, recibir las atenciones, las que, hasta la llegada de Cris, eran para él, eran solo suyas.

Es así. A Quico, según expresión popular, "le comen los celos". Es esta imagen sólo una percepción epidérmica, de lo que en sí es un hondo sentir, envuelto en el enigma para un alma indefensa y cuya comprensión escapa a una inteligencia infantil. Pero, lo preocupante no es que a Quico "le coman los celos". Lo contrario, la ausencia de éstos, sería lo alarmante; sería síntoma de una apatía e indiferencia vital, que apuntaría a un daño de calado mayúsculo en la vida anímica del niño. No; lo grave no es que los celos le devoren, sino que no se atienda al niño en su sufrimiento.

Los padres, en la mayoría de los casos, tienen dificultades para entender qué está pasando en su hijo. El bebé se ha hecho niño, con cierta autonomía personal para desplazarse, hacer cosas, comunicarse. Junto a estos cambios han llegado otros que los padres detectan, pero no entienden y no sospechan que éstos puedan preceder a anomalías en el niño, si no se han entendido, y atendido en toda su extensión y profundidad. "El niño que reacciona de manera insólita tiene una razón para hacerlo". La madre debe entender que toda la oposición que encuentra en el niño en sus preparativos y atenciones con el bebé es porque el niño está convencido que ha dejado de tener interés para ella. La madre debe entender que el miedo a perder sus atenciones, a perder a su madre, a perder su amor, ha encontrado acogida en el corazón de su hijo. No son cosas de niños, como es habitual oír, sino algo más grave: una reacción de angustia por inseguridad y desconfianza en sus mayores. Hay que restituir la confianza perdida para su buen desarrollo psíquico-emocional, que le permita llegar a ser un adulto seguro de sí mismo, sin dolor ni resentimiento en su corazón.

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