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Psicóloga y logopeda

Autoestima y sentimiento de superioridad

Las claves ocultas de la personalidad del individuo con aire de triunfador

¿Qué oculta el alma de quien, en expresión coloquial, manifiesta cierto "aire de suficiencia", "aire de grandeza", "sentimiento de superioridad" o, incluso, "aire de triunfador"? Hay cierta relación entre esta forma de autoestima y la depresión. Cuando la seguridad en sí misma de una persona es consecuencia de la adaptación sumisa a lo que de ella se espera, así como a la posesión de atributos y éxitos alcanzados del agrado de los demás, la posibilidad de llegar a un proceso depresivo es alta.

Dicho de otra forma, es cuando menos significativo que la persona de autoestima arraigada en la vivencia satisfactoria de su Yo se halle libre de sufrir algún tipo de trastorno psíquico. Si la persona, ya desde su más temprana edad, no se ha visto sujeta a satisfacer las expectativas de sus padres o cuidadores y ha sido respetada en su realidad personal, en su modo de sentir y en sus sentimientos, se observa que la autoestima es la consecuencia de la confianza en ella misma, de vivir sus propios sentimientos y, con el paso del tiempo, de ir haciendo su vida al dictado del uso recto de su razón y voluntad. Por la literatura clínica se sabe que aquel "aire de grandeza" es la frágil vaina de un Yo cuya mayor o menor debilidad o inseguridad es en razón de la mayor o menor porosidad de esa máscara de "triunfador" o "autocomplacencia". También, por la literatura clínica, es sabido que a los estados depresivos subyacen, de forma inconsciente, "fantasías de grandeza". En fin, la experiencia clínica pone de manifiesto la estrecha relación entre el sentimiento de superioridad y la depresión: lo mismo que la depresión es un mecanismo de defensa frente al dolor de una niñez truncada, frente a sombras que obscurecieron el alma infantil, por su parte, el sentimiento de superioridad, de suficiencia, es la protección frente a la melancolía.

¿Qué rasgos de personalidad presenta la persona con "aire de grandeza"? El más sobresaliente de ellos es la necesidad irresistible que esta persona tiene de la aprobación y, sobre todo, admiración que le puedan profesar quienes les rodean y, de modo muy especial, de aquellos a quienes ella considera personas de importancia en su vida, sean superiores en el trabajo, sean personas a quienes ella necesita seducir con sus encantos. En este segundo extremo, la pretensión es cautivar a la otra persona, de forma que ésta quede subyugada. Y en lo que atañe al ámbito de la relación intima, cuando bien la pareja, bien los hijos, bien las amistades pretenden hacer valer su interés y sentimientos personales, ésta recurre al reproche o al chantaje emocional. En el ámbito familiar, recurrirá a fórmulas como: "después de lo que hago por ti..."; "me sacrifico por vosotros" y otras similares. Si es el caso que la pareja, hastiada de la servidumbre y del estado denigrante al que ha llegado, decide abandonar, entonces, para ahondar más si cabe en la humillación, cuando es el caso que está seguro de su posición dominante y manipulador de la voluntad de su víctima, las fórmulas a las que recurre pueden ser de esta otra índole: "¿quién te va a querer?"; "¡mírate bien!"; "¡cuando descubran lo que vales!", "¿quién te va a querer como yo?"; "¿dónde vas, si no sirves para nada?". Sin embargo, si es el caso que comprueba que no existe falla alguna en la decisión de abandonar de su víctima, será cuando recurra al chantaje y victimismo emocionales, haciéndole responsable de su infelicidad y de lo que pueda venir después, insinuando incluso la posibilidad de acabar con la propia vida. En este caso recurrirá a fórmulas como: "no me dejes, no sabría vivir sin ti"; "quiero morir", u otras similares.

Otro rasgo que define a esta persona es su resistencia mórbida a aceptar la realidad, más cuando tiene que afrontar los fracasos propios en la ejecución de sus habilidades, de aquellas habilidades por las que es admirado y sobre las que se sostiene su autoestima. Son estas únicas habilidades, bien sea su belleza que le convierte en persona seductora irresistible, bien su inteligencia, o cualquier otro atributo, la razón del éxito que le ha convertido en objeto de admiración. Es ahora, en esta circunstancia en la que el éxito ha dejado de sonreírle y no hay un Yo real y asidero firme donde asirse, cuando su vacilante andamiaje psíquico se derrumba.

Tampoco soporta que allende al espejo, donde se mira, se refleje otra realidad que no sea ella misma y que, para mayor de males, aquélla adquiera relieve, hasta relegarle a ella a un segundo plano, a un fondo ignorado para los otros. Cuando éste es el caso, cuando el espejo quiebra la imagen, la del lado de acá, la suya, y la allende es lo inalcanzable, bien arde su alma en infernal ira contra todo y todos, bien se castiga en la autocompasión hasta adentrarse en la brumosa melancolía. Son estos extremos, son estas tribulaciones de ánimo los que ponen de manifiesto que la autoestima de esta persona carece de arraigo en la realidad, que su desdibujado Yo es el idealizado por ella misma, a imagen y semejanza del dibujado por una madre posesiva y absorbente.

Es en el fracaso cuando queda al descubierto el doloroso vía crucis del ser dependiente de los otros para sentirse ser. Ahora, en el éxito que no llega, es cuando sale a luz el drama de un niño quien, para ser amado y por temor a ser abandonado de los cuidados de sus padres, ha aprendido a vivir para agradar a los otros, sabiéndose inconscientemente que no es amado como la persona que es, sino en la medida que satisface o responde a las expectativas de los otros. Aquella suficiencia no es más que la ocultación de la inseguridad o temor del niño a no agradar a la madre quien, también en su tierna infancia, sacrificó su propia realidad por agradar a su madre ávida, a su vez, de la satisfacción narcisista, esto es, de ser amada y querida.

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