El fin de semana último se supo lo definitivo: que don Luis Legaspi, clérigo, no iba a subir ni bajar -nunca más- las empinadas escaleras hasta el tercer piso de la casa en la que vivía, célibe, sin ama, frente al Palacio de Justicia, en Oviedo. Él, desde su piso, lleno de banderines y estampitas del Domund "de antes o de los chinitos", y yo, desde mi habitación palaciega o celda de Justicia, más abajo, con rejas como monja de clausura o clausurada, nos saludábamos por las mañanas.

Un francés célebre escribió la verdad: "mi patria es mi infancia". Efectivamente, y siento confesarlo en una ciudad tan patriótica y heroica como Oviedo: mi única patria es también mi infancia; sobre ella giro continuamente sin resignación o derrota posible. Entonces conocí a don Luis, que ejercía el curato auxiliar en la Iglesia de San Isidoro, aquí en Oviedo; la iglesia más jesuítica de la ciudad, que dispone hasta de reliquia y relicario del Santo (S.J.) Francisco Javier Aznárez, que así se apellidaba el tal San. En esa iglesia, en su pila bautismal, me acristianaron.

Pues bien, en esa iglesia, a finales de los años cincuenta -como si fuesen insuficientes los de los atolondrados Maristas de Santa Susana- me obligaban a rezar rosarios, a cantar el eucarístico "Tantum Ergo Sacramentum" y a escuchar los sermones desde el púlpito de la izquierda, adornado con una paloma. Todo eso ocurría al atardecer y el gran oficiante era don Luis, un don Luis especialmente activo el Viernes Santo en la Procesión del Santo Entierro, presidida por el Arzobispo Lauzurica, siempre vestido con traje de luces a base de morados y rosas, y con bonete de tricornio, saliendo de la llamada entonces Plaza del Ayuntamiento, con parada de tranvía destino a Lugones, y entrada en la calle Magdalena.

De aquel tiempo y circunstancias viene mi admiración y cariño a don Luis, habiéndome sorprendido -lo más importante- su gran bondad y -lo menos importante- su gran cultura. Estos años he mantenido muchos contactos con don Luis; unas veces bajaba a visitarme y otras veces subía a verle. Siempre se negó a que le acompañara a la tienda de ultramarinos, del barrio catedralicio, a comprar los ingredientes para sus solitarios menús -"no lo considero procedente", me repetía-. Y yo, que estoy acostumbrado a visitar las tiendas de ultramarinos, en esto, como en todo, le respetaba.

Fueron muchos los diálogos sobre temas divinos (de teología, del Vaticano y del cardenal colombiano Calderón Hoyos) y humanos tenidos con don Luis estos últimos años, siempre muy preocupado por que las actividades de su Fundación "castropolina", expresión de su filantropía, revirtieran sobre la población de su amado Castropol. Y siempre sus inquietudes comenzaban con el reconocimiento a los Gómez-Morán, cuyas cualidades morales me reiteraba. La magnífica biblioteca de don Luis y su multitud de papeles y documentos es todo un reto y prometemos, a partir de ahora, estar atentos a las actividades de la Fundación, de la que tanto habló. ¡Adelante, Elías!

En una de las visitas, que giró en torno a cuestiones divinas, me regaló el libro del que fue sabio jesuita José Gómez Caffarena, titulado "El Enigma y el Misterio".

Esta misma madrugada, antes de conocer su muerte, leí lo siguiente del poeta Rimbaud: "Espero a Dios con glotonería". Pensé comentárselo, pero no podré.

Don Luis ha muerto.

Eso, por una parte, es normal, teniendo en cuenta lo mal hechos que estamos: de lindos nada, aunque muchos lo intenten. Eso, por otra parte, es también Enigma, Enigma del ser humano, y Misterio, Misterio de la fe. Y a callar y no escribir más, por si es verdad lo del sabio sufí: "Cualquier cosa que se diga de Dios es un error".

Quedémonos con el "paraíso o jardín", que es invento de los persas.