En esta etapa del desarrollo, a los cambios físicos acompañan notables modificaciones psíquicas que afectarán la formación de la personalidad del individuo. El joven es consciente de que ha quedado atrás la infancia. Es en este momento de la vida cuando se dejan ver las carencias o la solidez en la formación de la personalidad, sobre todo al afrontar la inundación de nuevos sentimientos. El torbellino de pensamientos y sentimientos, llegado con la entrada en esta fase evolutiva de la personalidad, se hará notar en la relación con los otros, con los padres y educadores, así como en la confusión mental que gobernará su vida. Cuando los pilares de la personalidad no son sólidos, es fácil que, una vez alcanzada la adolescencia, el individuo se deslice por la pendiente peligrosa de las dependencias (toxicomanía), e incluso llegue a ese fatal gesto que es el suicidio.

Propio de una personalidad inconsistente es el vacío que se apodera de ella, vacío que, en este período de la vida, no oculta su rostro. En esta desorientación existencial, movido por impulsos y apetencias, el adolescente se justifica, mediante lo que él considera "ser auténtico, espontáneo y natural"; lo que no deja de ser la idealización del propio vacío, así como la manifestación de unas carencias personales y la incapacidad de ponerse en perspectiva y, distanciándose de sí mismo, entender aquello por lo que está pasando.

El origen de una personalidad inconsistente se encuentra en la falta de referencias. Éstas no son otras que aquellas que el individuo debe recibir de los padres y del sistema educativo. Estas referencias serán los materiales que entrarán a formar parte de la edificación de la personalidad del joven. En un primer momento, el niño adquiere estas referencias mediante el proceso de identificación. Mediante esta identificación y asimilación de tales referencias, el niño entra en contacto con la realidad. Madre y padre son, pues, los referentes fundamentales, sin los cuales el edificio psíquico del individuo carecería de consistencia. Sin embargo, siendo las dos figuras fundamentales en este proceso de desarrollo personal, la del padre es la que contribuye de manera decisiva al despertar de la alteridad, a la emergencia del yo frente a lo otro. El niño ha venido viviendo, desde su nacimiento, un estado de fusión con la madre y de indiferenciación de él con todo lo que le rodea; ahora, en este momento de la vida, el padre se le presenta como lo diferente a él y a su madre; como lo otro.

Sin embargo, hay que esperar a la llegada de la pubertad, para que el niño alcance la autonomía psíquica. Es el período donde tiene lugar el despertar a la conciencia de sí mismo, del yo. Pero, si las condiciones dadas han perturbado el paso del niño por este primer estadio, llegará al siguiente, por así decir, con la asignatura pendiente. Esta situación de inmadurez psíquica le mantendrá ligado, inconscientemente, a la fase recién abandonada. Es lo conocido como estado de regresión, de fijación en el narcisismo primario, de egocentrismo. En lugar de comenzar a atender al mundo exterior a él y "tener en consideración" el modo de relacionarse con éste, sentirá la necesidad inconsciente de atenciones, de que el mundo orbite -por así decir- en torno a él.

La presencia de la regresión pone de manifiesto un yo débil, dependiente, que, en su relación con los demás, se mostrará posesivo, acaparador; en ocasiones, déspota, cuando no encuentra respuesta inmediata a sus deseos; en ocasiones, sumiso e incapaz de decir "no"; y, llegado a adulto, la dinámica "dominante-dominado" definirá su relación de pareja. La irritabilidad, la frustración, la fácil alteración del carácter, son los rasgos más sobresalientes de este individuo, en el que se presenta la regresión a fases no vividas satisfactoriamente o por haber sido perturbadas en su devenir. (Al respecto, lo que el análisis clínico del promiscuo y del enamoradizo pone de manifiesto es el drama de alguien no tanto marcado por la insatisfacción sexual como de alguien tiranizado por la necesidad imperiosa de fusión, en la que revivir aquél primitivo estado de unión con la madre y, a través de ella, de indiferenciación). Movido por este anhelo inconsciente de fusión, el adolescente busca ser uno más en la indiferenciación que encuentra en las grandes concentraciones sociales o actos masivos, y le convierte igualmente en víctima fácil de captación por sectas o grupos de fuerte cohesión y sometimiento al jefe.