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La ventana

Aquello que nos disgusta

A estas alturas del año apenas nos queda tiempo para nada, imbuidos como estamos por el influjo navideño que todo lo impregna y del que, unos más y otros menos, no somos capaces de sacudirnos. Lo que ocurre en nuestro entorno estos últimos días del año bien merece un breve análisis. Recurriré a una balanza de precisión y en un plato pondremos lo bueno de esta época y en el otro aquello que no nos gusta.

Me parece una exageración que en torno a tres días muy señalados (Nochebuena, Nochevieja y Reyes) surjan tres semanas de festividad impostada en las que mostrar una faz alegre y optimista es obligatorio.

Me siento víctima de un consumismo atroz que no puedo eludir porque los intereses económicos de unas marcas han diseñado una estrategia a modo de irrompible telaraña.

Es obligado comer más allá de la saciedad y del buen criterio, aunque nuestra economía aconseje otra cosa, porque así lo dicta una norma inquebrantable.

Detesto las modas foráneas que asumimos como propias sin rechistar. Así que detesto los árboles de navidad, unos más que otros, que se plantan a troche y moche. Tampoco me cae muy bien el señor gordo, de barba blanca y traje rojo.

Resulta una contrariedad frustrante un ambiente navideño donde el paisaje nevado se ha tornado en días templados, y hasta calurosos, con ausencia de precipitaciones.

Prefiero la audición relajada del Concierto de Año Nuevo que los ñoños y cursis villancicos que nos aturden por doquier.

Cada vez veo menos niños y niñas jugando en parques, plazas y calles. Los Reyes Magos siguen la perversa inclinación hacia los juegos que se practican en el sofá de casa.

Pese a que se nos insiste a diario que las cosas marchan bien, me provoca una rabia irrefrenable que cada año por estas fechas se multipliquen las noticias de ancianos que mueren en sus hogares víctimas de unas brasas con las que intentaban paliar el frío.

Cada año vivimos la alegría de las reuniones familiares que son la antesala de la tristeza que conlleva la despedida de jóvenes, y menos jóvenes, que han de retornar a su lugar de estudio o de trabajo.

En el otro lado de la balanza coloco las cosas bellas, agradables, los momentos entrañables, las sonrisas que se pierden. Resta por adivinar qué lado señala el fiel.

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