España es tan rica en recursos renovables como pobre en subsuelo fósil. Tenemos sol, viento, ríos y embalses que podrían darnos la ansiada independencia energética. Pero en 2018, marca roja para las minas, seguimos hablando de carbón: aún supondría cientos de despidos en zonas especialmente castigadas por la falta de alternativas y la despoblación, y se ha demostrado imprescindible en momentos críticos.

Tras la apuesta socialista por la eólica que marcó picos de abastecimiento del 60%, con el Partido Popular llegó el parón verde, cuyas subastas ha desatascado Álvaro Nadal. Eso y el cierre de Garoña perfilaban un nuevo mix. Hasta que llegó el frío. Y ocurrió. Porque este necesario avance hacia la energía limpia no ha conseguido, ni en la ecologista Alemania, terminar con la extracción y uso del carbón.

España no está preparada para prescindir de las energías fósiles. No por falta de sol y viento, sino de infraestructura. El mismo cambio climático que combatimos trae intensas olas de frío con picos de consumo de calefacción, canículas que disparan el aire acondicionado y sequías que ridiculizan la aportación hidroeléctrica. El combustible fósil, constante, evita el desabastecimiento de la red y una escalada del Kw/h que ni las familias ni las industrias electrointensivas pueden soportar. Cuando todos somos ecologistas pero no queremos pasar frío, se tira de gas y carbón. Ambos contaminan, pero el gas eleva el déficit de la balanza de pagos y llega de zonas de estabilidad política volátil, como Argelia y Europa del Este, con vaivenes imprevisibles de precio y suministro.

¿El carbón? No nos engañemos. Dejar de extraerlo no supone dejar de quemarlo. En 2017, la electricidad consumida procedente del carbón aumentó un 23,2% y la de ciclo combinado, un 38%. El carbón fue la tercera energía del mix, tras nuclear y eólica, por encima de ciclos combinados y cogeneración, y doblando de largo a la hidroeléctrica, con un penoso año hídrico.

Es falaz identificar el cierre de las minas con el fin de la energía térmica. El carbón importado contamina y es tan negro como el nuestro. Más incluso, pues parte del que llega se pica y transporta en lastimosas condiciones laborales.

Así, el cierre de nuestras minas no es cuestión de contaminación, sino de precio. La extracción, incluso con la suficiente potencia verde, debe continuar como reserva estratégica, nuestra única fuente de energía almacenable. Y debe existir un método de emergencia para producir con él, con inmediato volcado a la red, que garantice el suministro en condiciones meteorológicas adversas.

Si no hay empresa que acepte producir de forma puntual y no rentable, y deben nacionalizarse centrales, es un dilema que nosotros, los sindicalistas, no debemos resolver. Pero nos incumbe, y mucho, la defensa de los empleos ligados al carbón.

A las Cuencas, los poderes políticos y los sindicatos mayoritarios les deben una reconversión honesta. El dinero de los Fondos Mineros gastado a espuertas desde que en 1998 llegó de Europa al son de "Bienvenido, Mr. Marshall", o que está siendo investigado en los juzgados en la "Operación Hulla", nunca fomentó alternativas sectoriales para territorios que se desangran demográficamente según se van cerrando pozos.

Asturias es la región de Europa con menos población joven por falta de perspectivas laborales. Los otrora pujantes Mieres y Langreo, puntos rojos del desempleo, luchan por no perder los 40.000 habitantes. El Suroccidente, con Laciana y El Bierzo leonés, se aferran a sus pozos porque en casos como Villablino o Zarréu toda su actividad gira en torno a que siga habiendo minería.

El humo del carbón polaco o colombiano contamina lo mismo, pero tan negro como el cielo quedan las Comarcas Mineras, arrasadas, que hoy vuelven a pagar los platos rotos de las políticas energéticas.