El pintor Vicente Sobero, heredero del hiperrealismo mágico de Eduardo Naranjo, gusta plasmar en sus lienzos y acuarelas la cotidianidad de Llanes. Viendo sus paisajes urbanos casi se oye el latir del corazón trajinado de las calles, de las idas y venidas de la gente y de los escaparates sostenidos en el tiempo, como postales. De esa cotidianidad formaba parte la figura de Ramón Pérez Batalla, "Paputina", que murió ayer. Hay un espléndido cuadro de Sobero en el Café Pinín que resume la esencia de esa visión serena de la villa llanisca. Se entrecruzan en la acuarela planos interiores y exteriores, como en un juego de espejos y superposiciones, y allí aparece Ramonín, seguramente recabando o contrastando la noticia, siempre bebiendo en la fuente adecuada, junto a otros dos llaniscos importantes y queridos: Emilio Gracia Cea, compañero en la corresponsalía de LA NUEVA ESPAÑA, y Guillermo Sordo, el de La Sirena.

Lo malo de estas personas tan incardinadas en el paisaje personal y en nuestra visión de la vida y de las cosas es cuando se nos van. Cuando nos dejan huérfanos, como ahora.

Ramonín llevaba la sangre de la estirpe de los Raposos y de los Camarás, que es un linaje de los que verdaderamente tienen peso en Llanes, igual que la familia de Pedro el Sordu, por poner otro ejemplo notable. Hijo de Miguel Pérez Cossío y de Adela Batalla Díaz (Chiqui), desde la cuna participó del universo llanisco más genuino: el glamour del cine de los domingos, en la sesión de las cinco, en el Cinemar, donde su progenitor era el operador que oficiaba la magia de la proyección. De Chiqui, hija de Esperanza y Camará, heredó una rebeldía natural e irreductible (nos acordamos de aquellas celebraciones del Carnaval, cuando los críos marchábamos detrás de Pacina y de la madre de Paputina, ambas disfrazadas, por el Cuetu Baju, alborozados, hasta que aparecían los municipales y nos dispersábamos).

La cotidianidad de Llanes estaba en los genes de Ramonín, que había sido futbolista de raza, y luego entrenador de éxito en el fútbol regional; que había vendido periódicos por las calles; que fue funcionario de Correos durante muchos años y que se manejaba bien en las faenas de la pesca y en la mar. En los mares procelosos de la vida. Valiente y sufrido, leal y juerguista, siempre dispuesto a echar una mano. Por una doble vía penetró el veneno de la letra impresa en sus venas. Él y sus siete hermanos vendían los diarios en el andén de la estación y en las cercanías del puente y del mercáu. Y lo mismo había hecho también un primo suyo, mayor que él, doctorado cum laude en la Universidad de la vida. Aquel pariente -que acaso enseñó a Ramón a luchar por la vida aunque fuera a dentelladas- vendía ejemplares del "El Diario Montañés", que entonces dirigía Ricardo Vázquez Prada. Un día, un vendedor de la competencia gritaba al otro lado de la acera: "¡La muerte de Juanín, en 'El Diario Regional'! ¡Compre 'El Diario Regional!'" El primo de Ramón jugaba con desventaja, porque "El Diario Montañés" sacó la edición sin enterarse de la noticia del fallecimiento del mítico emboscáu, pero lo resolvió sobre la marcha. "¡Últimas noticia!", "¡La muerte de Juanín en El Diario Montañés!", y en un minuto dio salida al montón de periódicos que llevaba debajo del brazo.

Tenía yo intención, desde hace meses, de escribir un artículo sobre Ramón. Le pedí que me fuera contando alguna cosa de los 25 años que trabajó en Correos, pero sólo me dio tiempo a anotar una anécdota en una servilleta de papel. Con la dificultad propia de las personas operadas de laringe, Paputina me habló de un compañero suyo. "Buena gente aquel carteru, pero algo burrín. Se recibió una carta que ponía simplemente: Señor Cura Párroco, y debaju el nombre de la localidad. El tío, ni cortu ni perezosu, nada más leer las señas devolvió a su remitente la carta con esta anotación: EN ESTI PUEBLU NO HAY NINGÚN PACORRO.

Ramón se lleva con él la saca de la correspondencia de su anecdotario inédito, pero nos deja los sobres abiertos y vividos de los días y las horas pasados junto a él. Descanse en paz.