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Ayer y hoy de Vega

Recorrido nostálgico por la historia reciente de la playa riosellana

Decir Vega es amontonarse los recuerdos. Cierro los ojos, digo Vega, y oigo el mar. Y lo huelo. Huelo el mar perfumado de fluorita, el olor del barro fluorado que durante décadas tiñó de ocre esta playa. El barro amarillento que arrastraba el río desde el lavadero de Torre. Mi padre trabajó allí muchos años, así que para mí no era un mal olor. Era olor de padre, olor del pan que se comía en mi casa. Paradójicamente, a la playa de Vega la salvó la contaminación. La salvó de urbanizaciones y del mogollón, pues en los años del despiporre las aguas de esa playa no estaban muy limpias y a nadie se le ocurrió construir un Benidorm en aquellas praderas, por cierto tan hermosas, y aquellas dunas vírgenes. A nosotros, los de por allí, nos daba un poco igual, porque la playa era nuestra y era la nuestra, pues en ella habíamos visto el mar por vez primera y a ella volvíamos siempre en alegre manada. Además el flúor era ya como de la familia, pues en aquellos pueblos se comía de la mina y del lavadero. A los hippies alemanes también les daba igual, o incluso la preferían así, pues así podían estar acampados a sus anchas todo el verano entre las dunas, gratis total y en armonía con los nativos. La playa de Vega fue, en los años sesenta y setenta, una comunidad de alemanes y nativos, una pequeña Europa. En septiembre se iban, tonificados los cuerpos con la dulce brisa y con la furgoneta abarrotada de piedras de fluorita de la escombrera de Berbes, y con ellas se pagaban allá, en Frankfurt o Hamburgo, los gloriosos días de desparrame bajo el sol de Vega.

Decir Vega es muchas cosas. Es decir bar "Supermán", gaseosa y merienda en la terraza, y es decir Pepe Viña, tantos años cronista extraoficial de Ribadesella en la prensa escrita, cónsul de media Europa en estas costas y decano de patrones de chiringuito playero en el Cantábrico. Cinco bares había en Vega, incluido uno camino arriba, pero el de Pepe Viña era el indiscutible buque insignia. Para los que tenemos una edad, decir Vega es también evocar a don Serafín, "el médicu de Vega", pues en esos tiempos la consulta para aquella parte del concejo estaba en esta aldea, en una casa en lo alto del pueblo, apartada del bullicio playero. Serafín Barros Novoa, gallego, republicano y cascarrabias, era el ángel de la guardia de los pobres, un ángel gruñón que aparecía a media noche en tu casa, si hacía falta, montado en su Guzzi antediluviana y con la gabardina y el pasamontañas decorados con pegotes de barro del camino, como medallas al honor cívico nunca mejor merecidas.

Decir Vega es también decir desfiladero de Entrepeñes, el más romántico de los parajes riosellanos, sobre todo en los pinceles de Bernardo Uría, y el más insólito acceso a una playa de la costa norte. Un paisaje único que a punto estuvo de cambiar para siempre si se hubiera construido el tren de las Cinco Villas, que iba a pasar justo sobre esas agujas cuarcíticas por un puente metálico. Decir Vega es decir camino real, pues por el medio del pueblo bajaba, y es decir puente de piedra, una joya de primeros del XIX y una víctima de la maldita riada de 1988. Un camino real que estaba vigilado desde el Parapetu de Berbes, donde los napoleónicos de Bonet montaron un cuartel para controlar el camino y también el arenal, no fuera a ser que a las fragatas inglesas se les ocurriera desembarcar suministros y municiones para las partidas asturianas de Porlier, Escandón y Bárcena.

Decir Vega hoy, ya con los ojos bien abiertos, es decir tres cosas: la primera, una playa grande, limpia y virgen, hermosísima, un monumento natural con su sistema dunar bien conservado, sus suaves prados declinando en la arena, su flora autóctona, sus cositas jurásicas, su río cristalino, sus surfistas de todo el año y sus espectaculares puestas de sol sobre el cabo de Lastres, a todo color y en cinemascope. La segunda cosa, la hostelería actual, en la que se lleva la palma por mérito propio el establecimiento de Abel Álvarez, un mago asador de pescados que está llamando la atención dentro y fuera de las fronteras regionales. Sin ánimo de hacerle propaganda, pues creo que ni siquiera la necesita, podríamos decir que este hombre, criado en tierras altas del interior, es el digno heredero de Pepe Viña como anfitrión de la hostelería en la playa de Vega, por no decir del concejo entero. Y me dejo para el final la tercera, que me la encontré por sorpresa callejeando por el pueblo. Me refiero a los trampantojos que está pintando Fernando Ordóñez en su casona al lado de la capilla, una obra llena de calidad, ironía y originalidad, hecha por gusto y por amor al arte, como debe ser, y como regalo visual a turistas, vecinos y transeúntes. Aún no la ha acabado, pero ya se pueden ver algunas cosas, entre ellas un caballo casi vivo asomado a una falsa puerta y un autorretrato del autor detrás de unos falsos visillos en una falsa ventana. Háganme caso, vayan a verla.

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