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Cronista oficial de Parres

Retablo astur de creencias populares

El predominio de la raigambre céltica en el sistema mítico asturiano

La raigambre céltica de las supersticiones ancestrales asturianas es evidente cuando se compara con las sombrías deidades de inspiración atlántica o las luminosas y muy vitales deidades mediterráneas.

Nuestras figuras míticas astures están muy unidas al primitivo culto animista de la naturaleza, con sus bosques, fuentes, ríos, montañas, cuevas, árboles y tantos otros. Con sus poderes sobrehumanos personificaban fuerzas incontrolables que los astures sentían con cierto recelo, cuando no con un miedo razonable. El progreso cultural, los peregrinos de otras tierras, la evangelización o el simple raciocinio fueron desmitificando elementos que se consideraban omnipresentes en la vida de nuestros ancestros.

El que llamaríamos panteón animista asturiano tuvo su trinidad más identitaria en la Xana, el Cuélebre y el Nuberu, todos bien entroncados con el agua, tan abundante en Asturias.

Las xanas -cual ninfas del agua dulce- venían a ser como versiones fluviales de las sirenas marinas o de las hadas bretonas e irlandesas, aunque las xanas se creía que tenían una morfología única y enteramente humana; pequeñas, rubias y bellas, con amistosas relaciones con pastores, aunque desconocemos su correlativo masculino, ya que hijos se creía que tenían.

A modo de dragón custodio de tesoros o de personajes históricos el Cuélebre sería su versión astur. Habita la mayor parte de su vida en cuevas y zonas boscosas hasta que, ya viejo, decide volar hasta el mar como si regresase al encuentro con sus antepasados de la estirpe de las fabulosas serpientes marinas. Se creía que los campesinos le alimentaban con pan de centeno y borona. Para acabar con su vida se recurría a algún audaz que le suministrara una piedra calentada al rojo vivo o bien a algún peregrino que le atravesase el cuello con una lanza, dado que esa parte de su cuerpo se consideraba la más vulnerable.

Controlando el régimen de lluvias y tempestades, el Nuberu viajaba a través del espacio según las creencias populares, y hasta llegaba a trasladar por el aire a sus protegidos. Ataviado con armadura o manto, utilizaba sombrero de amplias alas. Recuerda muchas veces al dios Wotan germánico en aspecto y habilidades. El Nuberu se desplazaba con su fardo cargado de torrenciales lluvias, rayos, granizos, vendavales y demás fenómenos meteorológicos adversos, a los que se consideraba que sólo les podían hacer frente los conjuros de los curas, el toque de las campanas, disponer aperos de labranza en forma de cruz, situar carros con las ruedas hacia arriba en los lugares que se deseaban proteger, etc.

Las supersticiones daban (e increíblemente aún siguen dando en pleno siglo XXI) lugar a variados tipos de situaciones, coyunturas y trances; todos ellos considerados impropios de personas con un mínimo de cultura.

Se pueden sumar a la anterior trinidad mitológica astur la Güestia y el Trasgu.

La primera va unida al ancestral miedo a los espíritus, algo tan antiguo como la humanidad. El cristianismo dio vida a los espíritus como si fuesen almas de difuntos o un ejército de demonios. Espíritus errantes que decían ser almas de condenados del infierno o del purgatorio. Se creía que salían de los cementerios por las noches a purgar sus penas y que visitaban a las personas que pronto morirían. Si algún vecino se encontraba con ellas durante la noche se decía que debía señalar un círculo en el suelo e introducirse en él, siendo respetado el mismo por las almas errantes que -con una vela encendida- andaban por los caminos de aquella Asturias rural, inculta, pobre y con más dudas, miedos e incertidumbres que certezas y convicciones realistas. La Iglesia aprovechaba la ignorancia de los vecinos divulgando la idea de que si en la parroquia se celebraban muchas misas por los difuntos, las fantasmales procesiones nocturnas de ánimas desaparecían.

Recuerda la mitología astur en el personaje del Trasgu a los diminutos pobladores de tantas leyendas célticas como fueron los gnomos y silfos. Simpático, juguetón, con la palma de la mano izquierda horadada, creían que entraba en las casas y -como buen amigo de las travesuras- hacía de las suyas durante la noche. Dependiendo de su humor podían ocurrir cosas diversas, desde cambiar de lugar o romper muebles o enseres hasta molestar, dando voces. Podía transmutarse encarnándose en un animal doméstico o con figura humana. Se creía que para deshacerse de él bastaba con mandarle alguna cosa que tuviese que hacer utilizando su mano horadada y -avergonzado- se marchaba al percatarse de que el agujero de su mano izquierda se lo impedía.

Las prácticas mágicas perduraron coexistiendo con el cristianismo y hasta San Isidoro de Sevilla clasificó las diversas especies de brujería, hechicería y artes mágicas en su magna y conocida enciclopedia. Muy avanzada estaba ya la Edad Media cuando la magia se consideraba como una cultura superior, con investigadores dedicados a la misma y hasta con cátedras universitarias especializadas. De modo que llegó a ser un fenómeno muy extendido incluso entre las gentes cultas.

Como la Iglesia consideraba que la brujería pretendía manipular resortes que sólo a Dios correspondían por ser de su única competencia, la Inquisición se empleó a fondo y señaló el ocaso de sus prácticas como quedó probado en los innumerables procesos inquisitoriales que -bajo el control directo de la monarquía hispánica- duró desde finales del siglo XV hasta bien entrado el siglo XIX.

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