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El 50.º aniversario del grupo García-Lomas

Recuerdos propios del barrio construido en El Cobayu

En junio de 1968 un servidor acababa 1.º de Bachillerato, regresaba a Torre y mis padres ponían en marcha la operación traslado a la capital del concejo, pues les (nos) había tocado una vivienda en el Grupo García-Lomas, el barrio que se acababa de construir en el Cobayu a base de rellenar la margen derecha de la ría. Esta manera de conseguir suelo no era una novedad, pues la villa entera había sido hecha a base de rellenos en la ría del Sella o en el río San Pedro. La explanada del futuro poblado ya estaba terminada en 1960, año en que se levantó la vía férrea de la carretera (estaba allí porque se había construido con licencia de tranvía en 1908) y se trasladó al borde de la ría, sobre el nuevo relleno. En un No-Do de agosto de 1960 se ve que el tren fluvial que acompaña al Descenso circula ya por el trazado actual, mientras que en otro de 1959 se aprecia que aún iba sobre la calzada, junto a los coches. Los terrenos, por tanto, ya estaban listos en 1960 y tenían como primer inquilino a una flamante gasolinera, alrededor de la cual se construyó el poblado.

El traslado fue un acontecimiento para mi familia (campesina desde tiempos inmemoriales) y para las demás que venían de las aldeas, pues aquello significaba el cambio de lo rural a lo urbano, de la casa al piso, de la tierra al asfalto, del autoabastecimiento a tener que comprarlo todo en la tienda (o en la furgoneta de los primeros tiempos). Fue todo muy revolucionario, casi como un mayo del 68 doméstico y aldeano, un período iniciático que duró meses y años, pues cada día era un hervidero de vivencias nuevas, de situaciones que había que aprender a gestionar. Y a las dificultades del cambio de vida -el abandono del huerto, el gochín y la vaquina- había que sumar las de la nueva convivencia urbana, que era diferente a la rural. En la aldea cada uno vivía en su casa, mejor o peor, pero con independencia y espacio propio, mientras que en la vida de barrio se imponía la proximidad -estrecha e inevitable- de muchas familias en cada bloque, puerta con puerta, tabique con tabique, todo abigarrado, expuesto, ruidoso y un tanto promiscuo, como en las películas del neorrealismo italiano, el género que elevó este modo de vida a la categoría de arte.

Yo soy consciente ahora del intríngulis sociológico del proceso subsiguiente a la inauguración del grupo, un proceso que convirtió a buena parte de la población rural del concejo en población urbana, lo cual era una muestra a pequeña escala de lo que estaba pasando en España en esa década. El movimiento hacia la villa vació de gente las aldeas -que desde entonces no levantaron cabeza- y acabó con una forma de vida en la que sobrevivían valores antiguos como la solidaridad vecinal (necesaria para las faenas agrícolas), las tradiciones (recuerdo las esbillas de maíz del Llagarón o las madreñas y los chanclos en la puerta de la escuela), la libertad de los espacios abiertos y el contacto constante con el río, los animales, los senderos y los árboles, que te permitían aprender, sin darte cuenta, las lecciones de la naturaleza. Digo que soy consciente ahora del aspecto sociológico de todo aquello, aunque de lo único que me daba cuenta entonces era de las emociones del día a día, de las sensaciones de un muchacho de 12 años -muy poco aficionado a las alturas- viviendo de repente en un quinto piso, como una metáfora de la diferencia con su vida anterior, muy pegada al suelo.

La nueva vida era una conquista social, pues por primera vez mis padres tenían una vivienda prácticamente en propiedad, ya que tras unos años de pagar módicas mensualidades iba a ser suya, así que yo asumí positivamente todo aquello, aceptando como buenas todas las cosas que se nos presentaban, como los muchos y malos escalones, la escasez de agua en los pisos altos, los guirigays por la escalera, los pitidos destemplados del cartero, los ruidos de la gasolinera en la madrugada o los barrizales que había entre los bloques, que fue una de las cosas que primero solucionó el propio vecindario, trayendo tierra y convirtiéndolos en vergeles. Yo acarreté cestos, lo recuerdo, y Ramón y Enriqueta, los del bajo, se encargaron de sacar un jardín adelante. Lo mejor de la vida del barrio fue que los propios inquilinos fueron corrigiendo desde muy pronto las carencias de las viviendas, sustituyendo los chirriantes timbres por otros más agradables, quitando los bombos de agua caliente y las cocinas de leña (que también servían de calefacción), tapiando los montantes y huecos superfluos, creando trasteros en los patios de luces y acondicionando los portales.

Cuando desapareció el tutelaje estatal y los inquilinos se hicieron dueños, la labor de las comunidades de vecinos se hizo fundamental, y en ellas recayó la gestión de las mejoras, la tramitación de las ayudas y el contacto con el Ayuntamiento y las Consejerías, organismos que siempre han sido conscientes del valor de los votos de las 224 viviendas, aunque es un valor a la baja por la merma de población del barrio. En base a esas expectativas electorales (aunque después cada cual vota a quien le parece, faltaría más) se han venido promoviendo y apoyando desde lo público diversas mejoras, empezando por la urbanización misma del barrio, el alumbrado y la habilitación de espacios recreativos, siguiendo con los doce tejados y los doce ascensores, y culminando, muy recientemente, con el revestimiento de las fachadas para mejorar su balance energético. De momento sólo hay un bloque inmerso en ese proceso, que cuando acabe presentará un barrio con un cambio estético radical: los edificios dejarán de tener el característico color arena clara para adoptar uno más oscuro cuyo aspecto de conjunto aún no es fácil de imaginar.

Y finalizo con un asunto de carácter simbólico pero no por ello menos importante, pues los seres humanos nos comunicamos mediante símbolos. Desconozco si es posible recuperar a estas alturas la placa original del barrio, escondida o retirada por una disposición municipal poco respetuosa con la verdad histórica. Yo soy menos franquista aún que los que dictaron retirarla, pero me gusta que los testimonios históricos se mantengan en su sitio para que cada ciudadano pueda conocer las cosas por sí mismo, sin las manipulaciones de los comisarios políticos. Nos guste o no, el Grupo García-Lomas lo construyó la Organización Sindical de la Vivienda -el sindicato franquista, que era lo que había entonces- y lo que nos corresponde a los vecinos de hoy es reconocer y agradecer, celebrar el cincuentenario con la alegría que se merece y, sobre todo, mejorar la barriada, que es precisamente lo que se ha hecho en estos años y lo que hay que seguir haciendo.

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