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la columna del lector

Los bufones de Dios

Bernardo González González de Mesa es un niño de 60 años, vive bajo el abrigo de sus seis hermanos -uno de ellos soy yo- y de sus 11 sobrinos. Ha compartido la infancia con aquéllos y, mientras unos y otros íbamos perdiendo la gracia infantil, él la conservó para siempre. Bernardo comparte con toda su familia, amigos, educadores y monitores de su centro ocupacional la ironía y el ingenio que heredamos de nuestros padres y que tanto nos ayuda a sobrevivir ante las adversidades.

El pasado día 29, Bernardo, ayudado por un andador, acudió a una peluquería de caballeros de la ciudad, antes de entrar, previa amenaza de que sacaría un perro si no lo hacía, el peluquero que allí se hallaba trabajando le exigió que se fuera inmediatamente, ya no sólo de la peluquería, sino de la zona urbana aledaña al establecimiento mercantil. Esto escrito no pretende ser una denuncia frente a ese señor peluquero, por más que del relato de los mismos se desprenda un reproche, tampoco es un homenaje a Bernardo, los homenajes son para otras cosas, simplemente lo que pretendo es predicar un acto de reconocimiento hacia todos esos niños que, como describiría Morris West en "Los bufones de Dios", han recibido de la Divina Providencia el regalo de la infancia eterna. Afortunadamente, como diría el profesor Rojas Marcos, cualquier tiempo pasado no ha sido mejor.

Hoy, muy lejos del destino circense que en la Inglaterra victoriana se daba a quienes sufrían de alguna minusvalía destacada, la Declaración Universal de Derechos, todas las constituciones de países civilizados y las legislaciones en materia de barreras arquitectónicas, menos en casos muy aislados, son sensibles a todo lo que puede suponer una discriminación a cualquiera de esos niños eternos.

No le pido a ese señor peluquero que en un ejercicio intelectual se ponga al día sobre la materia legislativa mencionada, no le pido tampoco que cambie su actitud -ése es su problema- simplemente le digo que me produce lástima.

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