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Por los caminos de Asturias

Los "Princesa de Asturias" y la Fundación Gustavo Bueno

Los premios pecan de esnobismo, pero estas vanidades no son motivo para que el nuevo Ayuntamiento cargue contra ellos

Un prestigioso refrán aseguro que "cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo espanta las moscas". En el Estado de las autonomías (según mandato constitucional), al haberse multiplicado los funcionarios por diecisiete, creándose un inmenso monstruo burocrático, no digo que los funcionarios sean el diablo pero siendo tantos, y con toda la electrónica a su disposición, calculo que tendrán mucho tiempo libre en un horario de trabajo convencional, y agravándose esto por la existencia de diecisiete parlamentos locales que legislan para demostrar que existen, se explique la existencia de tantas leyes "gilipollas", como dice un amigo de Infiesto, que nos inundan. La democracia se basa en la ley y en su cumplimiento: pero no porque haya muchísimas leyes, el sistema va a ser más "democrático" y sólo se acabará logrando que el ciudadano se acostumbre a incumplir las leyes. Imaginen los atascos que se producirían de observarse todas las leyes de tráfico vigentes: sería imposible circular. Como decía Napoleón, hay tantas leyes que es un milagro que no nos hayan ahorcado a todos.

Y lo que sucede con la multiplicación de las leyes, buena parte de ellas de carácter recaudatorio y por lo tanto, lesivas para el ciudadano, se agrava ahora con la aparición de nuevos gobernantes, "hasta ahora desconocidos", como decía la Crónica Rotense de los vikingos, que mandan sin aportar otra cosa que el voluntarismo en ciudades que tienen mayor presupuesto y habitantes que bastantes naciones que se sientan en la ONU. Esta nueva gente que se ha instaurado en numerosos gobiernos municipales es sucesora de aquellos radicales que en las primeras elecciones de la transición se quedaron sin escaños, por lo que se les llamaba "extra-parlamentarios". Los radicales de ahora vienen animados por bonísimas intenciones, no siendo la menor el propósito de construir en España paraísos como los de Cuba, Venezuela y Corea del Norte, modélicos todos ellos en grados muy elevados, aunque tales modelos espeluznan un poco. El otro día escuché los bramidos "democráticos" de un elemento que acusaba a Europa y a los Estados Unidos, como es canónico, de la guerra de Siria, añadiendo que el presidente Addad, espejo de demócratas, como antes lo habían sido Saddat Hussein y Gadafi, era el único que se enfrentaba al fundamentalismo islámico: lo que es cierto. Pero si me dan a escoger entre el fundamentalismo islámico y un sanguinario dictador socialista, no sabría a qué carta quedarme.

Esto, digamos, en política internacional. En la municipal, que es donde los radicales tienen mando en plaza, han emprendido cambios importantísimos y muy necesarios en el callejero de las ciudades que gobiernan. ¿Qué tal ciudadano ilustre no era de su cuerda? Pues fuera con él. ¿Qué Enrique Jardiel Poncel dijo de la bienamada segunda república (tanto la amaban que los socialistas le dieron un golpe de Estado armado) no era una democracia, sino una "menocracia"? Pues condenado al olvido callejeril. Por esta procedimiento se llegó a eliminar del callejero de Avilés, durante la transición, al narrador Juan Ochoa, creyendo que se trataba de un general africanista. En realidad, los cambios de nombre son importantísimos y muy conformes con el progresismo desaforado. Cuando el dictador Macías se hizo cargo de la Guinea española fue muy aplaudido porque cambió el nombre de Santa Isabel por el de Malabo.

La gente radical está muy preocupada por la cultura. En la Revolución del 34 ya hemos visto que sus objetivos fueron la Universidad, la Catedral y la Audiencia. Ahora arremeten contra dos instituciones reconocidas internacionalmente que tienen su sede en Oviedo: los premios "Princesa de Asturias" y la Fundación Gustavo Bueno.

De la Fundación Princesa de Asturias, antes Príncipe, tengo poco que decir. Es una expresión de la cultura profunda. Pero a la gente, incluida a la de izquierdas, les gustan los fastos y hacerse la ilusión, al menos un día al año, de que Oviedo es Estocolmo y el teatro Campoamor el Palacio de conciertos. Gracias a los premios que concede esa Fundación el nombre de Oviedo sale en la prensa y en la televisión, tal vez no tanto como se supone en la ciudad. Yo estaba en Lisboa en una ocasión mientras se entregan los premios en Oviedo y la noticia no aparecía en ninguna parte. Es cierto, que son una imitación de los Premios Nobel y que la idea se le ocurrió a don Alfonso de Borbón cuando estuvo de embajador en Suecia y pensó que por qué no se hacía aquí algo parecido: así surgió el premio Cervantes habida cuenta que los hispanohablantes sólo podían aspirar al premio Nobel de Literatura. Graciano García perfeccionó la idea poniendo en relación la figura del Príncipe de Asturias y el Teatro Campoamor, ambas desaprovechadas, y el resultado fue satisfactorio.

Yo no sé si tener un club de fútbol en Primera División o unos premios de ambición internacional será tan bueno para la ciudad como pretenden hacernos creer. Los premios pecan de snobismo, de un cosmopolitismo un poco aldeano, de una corrección política empalagosa. Entre dos candidatos, siempre se elige al de nombre más raro e impronunciable. Pero estas vanidades no son motivo para que el nuevo Ayuntamiento cargue contra los premios como el de La Coruña cargó contra las corridas de toros. Y lo que es inadmisible desde cualquier punto de vista que se considere es que "la institución monárquica intenta lavar su imagen a costa de ellos". Es el colmo. La institución monárquica, por lo que tengo entendido, es un elemento pasivo que aporta el nombre y poco más, aceptando lo que le echen con la máxima discreción, incluso cuando se premia a un stalinista en plena apoteosis de la corrección política extremada. No, la institución monárquica no se aprovecha de los premios a modo de lavadero o tabla de fregar, entre otras razones porque la mayoría de los miembros de los jurados no son monárquicos ni cosa que se le parezca. Al margen de bambalinas y de su ceremonial un poco rancio, estos premios son una forma de establecer una vinculación entre el heredero de la Corona y el Principado cuyo nombre lleva como título. Acaso sea esto lo que verdaderamente molesta a la señora Taboada, que si en vez de Premios con el nombre de la princesa de Asturias lo llevara de la Pasionaria o de la Segunda República, nada objetaría. La Fundación Gustavo Bueno es de otra calidad, culturalmente mucho más seria y sólida. No sólo lleva el nombre del filósofo español más nombre desde Ortega acá, sino que este filósofo dicta su lección pública desde el palacete de la avenida de Galicia. Es una Fundación con un número impresionante de publicaciones, de actividades, de conferencia, de iniciativas, que ha establecido relaciones culturales con universidades y centros intelectuales de medio mundo.

También suena el nombre de Oviedo internacionalmente gracias a esta Fundación benemérita, que debería ser el orgullo de cualquier ciudad. Porque los premios, a fin de cuentas, son transitorios: los premiados vienen (cuando vienen), los llevan a comer fabada y se van. Pero la Fundación Gustavo Bueno pertenece a Oviedo y la ciudad tiene el privilegio de contar con la dedicación y el trabajo de uno de los mayores filósofos españoles, a pesar de que algunas cosas que dice no sean del agrado de los fundamentalistas.

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