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Por los caminos de Asturias

El otoño, la estación ligada al arte

Los escritores del Norte percibieron la estación con fuerza y lirismo, aunque Asturias queda un poco fuera de ese sentimiento

El otoño llega casi sin que uno se de cuenta. Una vez en septiembre, en los primeros días, cuando todavía faltan dos o tres semanas para el equinoccio, se nota que algo está cambiando. El aire es más fino, vienen vientos suaves en los que vuelan las hojas amarillas, los frutos empiezan a caer de los árboles y sobre los verdes prados vemos las manzanas verdes y coloradas ("Colorada es la manzana del lado que le da el sol, del lado que no le da, verde tiene la color", cantaba Juanón Uría al estilo vaqueiro), y las avellanas, las nueces y los erizos de las castañas, ruedan por los caminos y caleyas, hasta detenerse en una piedra o en una curva. El momento culminante es el de los higos miguelinos. Cuando los higos ya son puro azúcar, cuando están tan llenos que caen reventando sobre la hierba con un sonido sordo, el otoño está aquí en su primer esplendor. Porque los caminos se llenan de hojas, pero el gran lienzo del bosque no se ha llenado todavía de todos los colores cálidos posibles. El gran otoño es relativamente tardío: empieza a mostrarse en los bosques de las montañas y toma posesión de los bosques del valle por los días de San Martín. Se abre entonces un período de grandiosa decadencia en el que todo el paisaje parece pintado por pinceles prodigiosos. Pero los días son cada vez más cortos, empiezan a cubrirse de nieve las montañas, sobre el cielo bajo y nuboso se extienden las cenizas del Invierno. Hay dos otoños, el risueño, amigo del sol que todo lo madura, como en la oda de Keats, y el melancólico, el que se aproxima al yermo del invierno. En los árboles ya no quedan hojas, el pasado esplendor se ha vuelto masas informes de hojas oscurecidas por la humedad que se amontonan en las riegas y en los caminos. Los días son cada vez más cortos y algunos parece que no ha amanecido. El frío recomienda salir poco de casa, salvo lo imprescindible, y acercarse al confortable fuego del hogar, en el que se asan las castañas mientras el olor de las manzanas llega desde los suelos de madera de las buhardillas. Es muy grato estar en casa, contemplando la lluvia y las nubes arremolinadas movidas por los vientos desde detrás de la ventana. Vemos a alguien que corre bajo el chubasco y el viento le voltea el paraguas. La escena es cómica, salvo para quien la protagoniza. Por lo demás, los paraguas son de poca protección cuando llueve fuerte, porque lo hace desde todas partes y siempre se acaba con los pantalones mojados y los zapatos en situación deplorable si se tuvo la suerte de pisar un charco. Y en las ciudades con las losetas flojas, andar es peligrosísimo, porque el agua salta como un surtidor y le puede llegar a uno a la cara.

Estamos tan acostumbrados a los días cortos y fríos que se cree que cuando no ha entrado todavía el Invierno, ya estamos en el centro de esa estación y que después de Navidad vendrá el verano. No se tiene en cuenta que la Navidad es la primera fiesta del Invierno, que a partir de enero los días crecen pero el frío es más intenso, que las grandes nevadas caen en febrero y marzo. Todavía no ha entrado el Invierno cuando se dice que por Santa Lucía tanto como salta la pulga crece el día. Esto es un atrocidad tanto atmosférica como zoológica, porque a quien se le ocurrió ese disparatado refrán no vio saltar a una mosca en su vida. Esto lo repito todos los años por estas fechas y hay que seguir repitiéndolo porque volvemos a escuchar que por Santa Lucía ya está el invierno fuera, cuando no llegó aún. Y en cuanto al salto de la pulga, debe ser el bicho que más salta de toda la zoología, de acuerdo con su tamaño.

El otoño es la estación pictórica por excelencia. Ninguna otra ofrece tal variedad y maravilla de colores. Sin embargo, los pintores tardaron en darse cuenta del otoño. En algunos fondos de Claudio Lorena ya está el otoño y también Brueghel, aunque se le cita menos a propósito de esta estación. Brueghel es el pintor del Invierno: nadie lo pintó como él en "Cazadores en la nieve", un cuadro en el que se palpa el frío, el aire gélido que llega de las montañas nevadas del fondo, el hogar confortable que se adivina bajo las chimeneas humeantes de las casas. Pero en un cuadro como "La parábola de los ciegos", al fondo, a la derecha del cuadro, hay una iglesia con la torre en forma de aguja y un árbol cuyas hojas empiezan a enrojecer.

Si el otoño ha inspirado muy buena pintura, inspiró asimismo una literatura excelente, melancólica y romántica como en la oda de Lamartine, tan diferente de la Keats:

¡Salve, bosque que ciñen los verdores postreros! / Amarillos follajes en la historia esparcidos, / ¡salve, breve hermosura! La naturaleza enlutada / se acomoda al dolor y me es grata a los ojos.

Keats (nos estamos refiriendo a las dos grandes odas románticas sobre el otoño) es menos quejumbroso que el poeta francés y mucho menos retórico. Su otoño es cálido, lleno de frutos en sazón, de nieblas y de abundancia, con el petirrojo silbando en el jardín mientras surcan el cielo bandadas de golondrinas.

No todo el planeta tiene el cambio de las estaciones. Porque vivir el otoño, percibir los olores de los campos, respirar el aire cristalino, contemplar los atardeceres cremosos en los que el sol, al ocultarse sobre un fondo de cielo azul que se transforma en verde de esmalte, dora las grandes nubes blancas y algodonosas, es un privilegio. Al bosque, donde hay tanta actividad sobre los árboles, en los árboles, en el suelo y debajo de tierra, han llegado los colores, y las setas rompen el suelo y se acurrucan en la espesura, junto a hojas crujientes y bajo los troncos de los árboles verdeados por el Norte. Los helechos están rojos, los bosques de la lejanía (porque en el bosque siempre se ven árboles más lejanos) parecen tapices y vamos pisando otro tapiz de hojas amarillas y crujientes. Descendiendo al valle, la hierba que rodea a los castaños está llena de castañas formando anillos en torno al tranco. La niebla va levantando poco a poco. Es como una cortina que se alza dejando ver todos los colores: doraos, tierra, caldera, amarillos de oro, vino tinto, ocres: es como si el mundo fuera un gran lienzo. Es el templo de la naturaleza de vivos colores que vio Baudelaire.

La percepción literaria del otoño es europea, los sudamericanos, que abusaron de ella, lo hicieron por afrancesamiento y por tópico modernista, sin sentirla. En España, percibieron el otoño con fuerza y lirismo los escritores del Norte, los de la Cornisa Cantábrica: Valle-Inclán, Baroja, Castroviejo, Cunqueiro, Manuel Llano... Asturias, sorprendentemente, está un poco al margen del sentimiento otoñal, Clarín, Palacio Valdés, Pérez de Ayala, Dolores Medio, fueron escritores urbanos y, como afirma Castroviejo, "no hay otoño de interior". A pesar de la casi infinita riqueza (y belleza) del otoño y en general del paisaje asturiano, los escritores asturianos no salen al campo, y cuando lo hacen, ven muy pocas cosas, como personas acostumbradas a ver canónigos o mesas camillas con brasero de pensiones. Es una relativa lástima, pero no por eso deja de ser el otoño la gran estación de Asturias, la del paisaje encendido y la de las setas, las matanzas y las manzanas.

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