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El Otero

Silencio invernal

Sobre el oasis verde del Campo San Francisco y sus virtudes contra el estrés

Cuando era un poco más chaval que ahora, en horas libres del instituto, gustaba pasar esos breves momentos de libertad condicional en el centro del Campo San Francisco en lugar de matar las horas, ya muertas de antemano, en el bar. Disfrutaba sentándome en un banco del paseo del Bombé y, sencillamente, contemplar ese espléndido entorno vivo. Mucho le debemos a ese oasis urbano. Oviedo esencial. Remanso de serenidad carbayona que nos une, sutilmente, a nuestro propio inicio. El Campo era para mí como un nítido paréntesis de silencio en medio del insustancial trasiego cotidiano. Por eso me gustaba dejarme sosegar al arrobo de las hojas lánguidas de final de calendario.

Ahora que apuramos ya las últimas horas del año; en estos días que buscamos el cobijo del hogar y nos convocamos en torno a la mesa de la fraternidad familiar; en estas fechas en las que las calles rebosan luz, color y mil músicas; en estas jornadas de compras compulsivas en calles atoradas de gente a la captura del último regalo, siempre pendiente; en estos momentos, precisamente, cuando yo mismo formo parte de ese barullo humano tan característico, es cuando recuerdo y retorno a mi vieja foresta amiga, cómplice de afanes casi adolescentes que me envolvía y reconfortaba para mitigar mis miedos e incertidumbres ante los fantasmas que llamaban desde un futuro temido y que, ingenuamente, creíamos inalcanzable.

A veces, casi inconscientemente, busco de nuevo ese silencio, cada vez más difícil. El Campo se ha ido dejando, como pelos en la gatera, muchos de esos árboles que luchaban como titanes contra el tenaz acoso del intenso tráfico que lo rodea. Algunos, como los de Alejandro Casona, murieron de pie. Otros? Pero ahí sigue. Ahora con nuevos vecinos que vienen con sus vuelos en bandadas, que son legión, a romper, precisamente, el silencio invernal y a amenazar a los arriesgados transeúntes con llevarse del campo algo recuerdo no deseado. Permanece el Campo ofreciendo su quietud a quien quiera disfrutarla. Por eso todo esfuerzo por mejorar el pulmón vital de la ciudad es poco. Necesita protección, mimo, interés para que no deje de ser lo que siempre fue: nuestro bosque franciscano. Bien es cierto que no es malo un poco de follón. Estimula. Anima. Pero para salir ileso de los ruidosos remolinos del día a día no viene mal arribar a alguna orilla en la que dejar que el silencio nos permita encontrarnos, cara a cara, con ese tipo que nos mira desde el otro lado del espejo y nos hace tantas y tantas preguntas que, en ocasiones, rechazamos -o tememos- responder. Sólo en ese silencio hallaremos al único amigo que jamás nos engañará. Así que cuando vayan estos días de tiendas dense un paseo por el Campo. Siéntense un rato. Déjense mecer por el entorno. Contemplen. Sientan que miles de ovetenses han disfrutado y sentido esa misma calma carbayona que, necesariamente, ha de perdurar de forma indeleble e irrenunciable. Sintamos que en el Campo, además de los patos, las palomas y, ahora, los cansinos estorninos, también puede morar, como un huidizo busgosu, el esquivo y necesario silencio. Por la cuenta que nos tiene, que el Campo siga siendo el Campo y que nunca nos falte un refugio de silencio en los ruidos de nuestras vidas?

¡Feliz año nuevo!

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