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La columna del lector

Ya somos dos

Me sumo con ilusión a la propuesta de Pepe Monteserín de fundar una nueva república anexionando Portugal y León. Ya somos dos, una minoría, pero sospecho que pronto se nos unirán Xuan Bello y Ángel García Prieto, si no lo han hecho ya, y para cuando nuestros próceres reparen en nosotros será demasiado tarde: seremos cientos, miles, legiones, una nueva e imparable marea.

Ahora bien, tendríamos que plantearnos ampliar fronteras con nuestros primos hermanos gallegos, siempre y cuando quede claro que nosotros somos los hermanos y ellos los primos, porque yo quiero ser también gallego, que mola mucho. Mi patriotismo portugués se fraguó hace una década ante un robalo en Matosinhos y poco después con el leitao de Mealhada, y aunque en ambas ocasiones pude contenerme y mantener a duras penas la compostura, no lo conseguí en Guimaraes, años después, ante un bacalhau estilo misterio.

Fue entonces cuando descubrí lo que era realmente una epifanía. Aquellas láminas carnosas se deshacían en mi boca y supe de inmediato que estaba perdido. Apuré de un solo trago mi copa de vino tinto del Douro, y mirando a mi mujer con las lágrimas a punto de estallar se lo confesé todo: Eu amo Portugal. Me tranquilizó acariciándome la mano, pues temió que aquello se descontrolase como en aquel asador de Pamplona donde le confesé entre abrazos al maître que me estaba haciendo muy feliz. Y eso que el hombre sólo me había preguntado cómo estaba el chuletón de ganado mayor. Aquella tarde en Guimaraes ella no dejaba de nombrar a Mourinho y a Cristiano Ronaldo para hacerme recapacitar, pero era inútil, en el plato de la balanza éstos no pesaban lo que en el otro Pessoa, Lobo Antunes o Gonçalo M. Tavares, por no hablar del bacalhau. Nada de esto me sorprendió, pues soy fácilmente influenciable, débil de convicción y escaso en certezas, y ya en la juventud tanteé con la infidelidad deseando tener doble nacionalidad: asturiana y canaria. Astur-canario, aquello pintaba bien, era un buen maridaje, un traje a medida.

Había llegado desde Oviedo, una ciudad lenta y húmeda, y caminaba al trabajo por el paseo de las Canteras esquivando un árbol de Navidad plantado en la arena para escudriñar a aquellas mujeres calipigias paseando por la orilla del mar. Yo quería hablar como ellas. Después vendrían Berlín, Barcelona, Logroño, Bérgamo o Mondoñedo, por citar algunos. Y es que como en el poema de J. E. Pacheco, creo que yo tampoco amo a mi patria. Siento una gran distancia al nombrarla y un humo espeso se interpone entre ella y yo. No creo deberle ninguna lealtad, jamás he sentido que haya hecho algo por mí (tampoco yo he hecho nada por ella) y mi patriotismo termina donde comienza esa leve nostalgia del jamón y la tortilla cuando estoy fuera. Sin embargo, daría mi vida por diez lugares suyos, cierta gente y tres o cuatro ríos. ¿Estamos?

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