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Por los caminos de Asturias

De sifones y sifonerías

La historia y los usos de un elemento fundamental para hacer el tinto de verano

Aunque no nos demos cuenta porque se trataba de algo demasiado familiar y cotidiano para reparar en él y ahora está en desuso, el sifón tuvo gran importancia en la convivencia asturiana del pasado próximo, desde la canción de Ramonzón de la Panera, quien, al ser atropellado por un tranvía, seguía teniendo tanta sed que bebía su sangre como si fuera vino tinto con sifón, hasta el popular "tinto de verano", que aún se pide en las terrazas veraniegas y que consiste, justamente, en vino tinto con sifón. Los nuevos gobernantes podrán prohibir las terrazas (qué lejos están de aquel lema de las algaradas del 68 de "prohibido prohibir") y hasta cerrar todos los bares, que el vino tinto con sifón sobrevivirá y, naturalmente, a todos los gobernantes, pues no hay compuesta más fácil de hacer: basta con tener un vaso, un sifón y vino. El precio de los tres ingredientes es módico y para prepararlo y beberlo no hace falta ser un hortera como James Bond dando instrucciones cada vez que se disponía a tomar un "cocktail". Se me objetará que hoy el sifón ya no se encuentra en todas partes. Pero en lo que se refiere al "tinto de verano", tiene difíciles sustitutivos. La Casera no vale porque deja un sabor dulzón que mata al del vino. El sabor del sifón es más neutro y aunque el vino no sea una maravilla (sería un crimen mezclar un buen vino con sifón), sigue sabiendo a vino pese a la mezcla.

El "vino tinto con sifón" no es para "gourmets", sino para gente sedienta. De lo que se trata es de tomar una bebida refrescante y barata cuando el calor aprieta. Es, pues, bebida veraniega, de la época en la que se montaba en bicicleta con los pantalones arremangados para que no se mancharan con la grasa de la cadena y se cubría la cabeza con un pañuelo con cuatro nudos, uno en cada uno de los extremos. Aquellos intrépidos ciclistas, cuando sofocados después de un buen rato pedaleando se detenían en un bar del camino, pedían vino tinto con sifón o "tinto de verano", según fueran de cultura rural o urbana.

Otro caso más serio es el de los que toman "agua de Seltz", que es un agua carbónica cuyo nombre se debe a que procede de Selters, en Hesse, Alemania, aunque por confusión lleva el nombre de la ciudad alsaciana de Seltz. No niego que el nombre de "seltz" sea más burbujeante que el de "sifón", cuya acentuación aguda no le beneficia al pedirlo en la barra de un bar elegante. Si uno pide "seltz", queda como un señor; si pide "sifón", el camarero le mira por encima del hombro.

Lo que debe ser poco recomendable para mezclar con el vino es el agua, y en este aspecto estoy muy de acuerdo con el formidable Barry Fitzgerald de "El hombre tranquilo" de John Ford, a quien le quieren echar agua el whisky y él contesta con dignidad ofendida: "Señora, cuando bebo whisky, bebo whisky, y cuando bebo agua, bebo agua".

Una cuestión digna de ser considerada es que hay quien supone que el agua rebaja el whisky y el sifón al vino. Nada de eso. Se bebe la misma cantidad de alcohol, se le eche agua al whisky o al vino que si se toman secos. La diferencia es que en el primer caso se bebe mayor cantidad de líquido.

En Asturias hubo numerosas fábricas artesanales de sifones. El sifón es una botella de cristal con la forma, más o menos, de una botella de butano en pequeño, y con una tapa desde la que pasa al interior un tubo encorvado por el que sale el agua carbónica accionada por una llave incorporada a la tapa; éstas, la llave y la tapa, al principio eran metálicas y, más tarde, con la tecnología, fueron de plástico. Se consideraba al sifón como un objeto peligroso, porque tal era la presión que albergaba que si caía al suelo podía estallar, por lo que generalmente se protegía ala botella con una rejilla metálica. Según dicen, el sifón tenía, además de las virtudes refrescantes, otras diuréticas, pues lo bebían en mi pueblo los bizarros trasnochadores que hacían apuestas sobre quién era capaz de orinar de una orilla a otra de la ría, certámenes que se realizaban de noche, iluminados por los faros de los "haigas" de los indianos.

No muy lejos del puente desde el que se contemplaban estas apuestas se encontraba, en la plaza del mercado, el bar Los Arcos, una auténtica joya del género desaparecida hace años. Como era un local enorme, al fondo tenían los aparatos para hacer sifón, que Teresa, la dueña, guardaba y limpiaba para legárselos a sus sobrinos, ya que, según ella opinaba, con tanta modernidad, era inevitable que se acabara volviendo a lo antiguo.

El sifón no ha desaparecido del recuerdo sentimental de las gentes, y en Cangas de Onís, Celso, que fue sifonero antes que tabernero y rey Melchor en todas las cabalgatas de Reyes, ha abierto un bar excelente, llamado "La Sifonería", con las paredes decoradas por sifones. La colección de sifones de este bar es importante, figurando en ella de todas las clases imaginables, antiguos y modernos, aunque no son posibles grandes novedades, ya que se trata de un artefacto que ha padecido pocas transformaciones, y de los colores habituales. Los colores de los sifones más frecuentes eran el azul y el verde, aunque lo más corriente es que tuvieran el color de lo que contenían, agua, que es incolora, y los de las tapas y las llaves solían ser rojos y amarillos. Muchos sifones llevaban estampada en la panza una pegatina con la marca y dirección del fabricante, como si fueran los cromos que decoran el interior de las cajas de puros.

Otro sifonero ilustre es Lelo, de Pola de Siero, a quien Miguel Ángel Fuente Calleja ha dedicado un libro, más un "librín", con un título sin complicaciones: "Los sifones de Lelo". En la portada, Lelo, con hermosos tirantes patrióticos y, como fondo de la fotografía, una estantería llena de sifones. Lelo, nombre que resume el de Aurelio Antidio Cuesta Martino, nació en Xixún, perteneciente a la parroquia sierense de La Carrera, el 14 de abril de 1932. Fue a las escuelas de Venta de Soto, del Berrón y a la de don Mauro en Noreña, trabajó en un molino donde luego hubo un "puticlub", y al volver de la "mili", que hizo en Astorga, compró un almacén de vinos por "doscientos mil reales" y lo transformó en fábrica de sifones. No solo trabajaba la sifonería, sino embotellaba también boliches y oranges, que endulzaban con sacarina y de estraperlo, porque el azúcar escaseaba. Al principio se hacía la distribución con un carro tirado por un caballo. Eran otros tiempos, ni mejores ni peores. La vida era menos complicada, había más imaginación para los negocios, se podía fumar en los bares. Otros tiempos, en una palabra. Lelo convirtió el sifón en su heráldica personal. Incluso se permitió algunas innovaciones en esta industria más bien inmovilista. Creó un tipo de sifón en miniatura que siempre que sale de casa lleva en el bolsillo, por si entra en un bar y le apetece vino con sifón. Como el sifón "lo lleva puesto", Lelo no tiene problema para tomarlo.

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