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Las crónicas de Bradomín

Pompa y circunstancia

El devenir en noble del plebeyo José Ángel López

Había acudido a la presentación de la Copa Masaveu en el Club de Tenis. Entre los asistentes al acto, no sé si por intuición o por casualidad, tuve ocasión de cruzar la mirada con una persona cuya cara me resultaba cercana. El pelo rubio se le había oscurecido y afloraban ya incipientes canas; sin embargo, sus ojos claros mantenían la mirada felina de siempre. Su atuendo y una cuidada barba cobriza le daba empaque. Durante el vino español me acerqué al ubicuo Teófilo Heres en busca de información. "No tiene nada que ver con el torneo. Vive en Madrid. Pertenece a un círculo restringido de personas que una vez al año se reúnen en el club", aclaró tan locuaz como tenía por costumbre. "¿Quieres que te lo presente?", se ofreció. "No, no hace falta", le agradecí.

Habían pasado casi treinta años. Al fin recordé a Jesús Ángel. Habíamos sido compañeros de colegio. De entrañables fines de semana e imborrables aventuras. A saber: un buen día me contó que en el trasiego de un cambio de domicilio habían perdido diversos objetos, entre ellos una gran hucha que le habían regalado cuando hizo la primera comunión en la que su familia había ido engrosando con frecuentes aportaciones. Jesús Ángel tenía predilección por las armas: libros, revistas, recortables y maquetas de temática militar. En el negocio de su padre [taller de construcciones metálicas], hacíamos nuestros pinitos.

Un domingo en vacaciones vino a buscarme a casa muy temprano. Me pidió que le acompañase, que tenía que enseñarme algo importante. Total, que nos fuimos hasta el taller. Una vez allí de entre un montón de chatarra sacó una policromada caja metálica. "¿Qué crees que es?", preguntó. "No sé...", dije dudando. ¡Es la hucha!, aseguró con alegría. Allí mismo la reventó. Estaba repleta de monedas y billetes por valor de varios miles. A partir de aquella fecha comenzamos a vivir días de alocado dispendio. Mi amigo había conseguido comprar una pistola de aire comprimido que disparaba perdigones. En los descampados de Llamaquique daba rienda suelta a su instinto depredador tirando a los pájaros. Una tarde me hace una proposición. "¿Qué fue de los trabucos que tenías en tu casa?" Se trataba de dos antiguos arcabuces destrozados por la carcoma y el cardenillo, arrinconados en un trastero en espera de algún uso. Con el pretexto de restaurar y transformarlo en una lámpara conseguí sacar uno de casa. Él se encargó de convertirlo en un cañón que disparaba bolas de acero con pólvora sacada de cartuchos de caza que le robaba a su padre. La cosa pudo acabar en un delito de Orden Público de no haber mediado el influyente Santiago Fentanes.

Muchos años después, en la peluquería, entre las revistas encontré un cuadernillo sobre del Cuerpo de Nobleza del Principado de Asturias. Observando las imágenes de tan rancio como trasnochado ceremonial me apeteció entrar en detalles, afinando para ello la vista con mis lentes de cerca. En la bancada, entre tanta pechera rebosante de galones, medallas y entorchados, creí distinguir a mi amigo de la adolescencia. Busqué en la relación de la membresía. No ofrecía duda: Ilmo. Sr. D. José-Ángel López-Dóriga y Alonso de la Sierra [de plebeyo José Ángel López Alonso].

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