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Estación términus

El último viaje en tren desde el Occidente de un enfermo que se dirige a morir al Hospital Central

El trenín amarillo y blanco apareció de pronto, avanzando por la otra orilla de la ría del Eo, viró a la izquierda, y cruzó el puente que unía o separaba, según el talante de cada uno, Asturias y Galicia. A las once y media se detuvo en el apeadero de Vegadeo, feo donde los haya a pesar de su emplazamiento asombroso dominando la ría. En realidad lo feo era su abandono y la escalera de cemento. Pero todo lo arregló la chica de faldina de pana gris y medias magenta que le hizo recordar los versos de Lowell: "Ah, soltar amarras / Toda la grandeza de la vida / es algo con una muchacha en verano"

En Viladevelle subió un cuarentón con una rueda de bicicleta en la mano que se sentó estratégicamente frente a las piernas de la chica. Algo nos pasa a los varones.

El paisaje desde el tren era el mejor medicamento contra el estrés, laderas arboladas casi selváticas, praderías sembradas con alcacer o maíz, con un verde distinto. A lo lejos se entreveía Castropol, donde se cultivaban ostras brutales en su frescura. Unir media docenina de aquellos moluscos y una de sidra era poner en práctica el mismo principio que hacía capaz el desencadenamiento de la bomba atómica, superando el tamaño crítico de sus componentes.

La velocidad del convoy también contribuía al deleite; un rodar a la medida de las personas que por encima de todo buscaban caminar paladeando. A ello ayudaba el libro de poemas de Joan Margarit, descansando en el asiento de al lado, y la seguridad de unas manzanas en el morral. El placer de viajar.

La visión desde el tren de la villa de Luarca, allá abajo, hundida en la cicatriz del río Negro con la mar detrás explicaba cómo ven nuestro mundo las gaviotas.

La estación de Cudillero tenía pretensiones, como unas cuantas de la línea, aunque el pueblo guapísimo en el que los gochos andaban por los tejados y Armando Palacio Valdés había elegido para sus historias de pescadores y galernas -asunto que Candás reivindicaba-, quedaba lejos, en un rincón abrigado al lado del puerto donde el viajero se había pegado una fartura de sardinas el último verano.

Una pena de aquel vertedero que se veía pegado a la estación, que trabajo nos costaba cuidar la imagen de nuestra Asturias todavía. No aprendíamos.

Para llegar a Pravia, otra de las capitales del reinín, y librar el Nalón, el tren iba visitando aldeas que conservaban las caserías y los pomares como eran. Allí tocaba el transbordo para quienes necesitaban seguir por el trazado de la costa, o acercarse a San Esteban, el puerto viejo y sucio transformado en una joya impresionista. Se cruzó el Nalón por un puente ruidoso, como corresponde, llegó la vega de Candamo, el país de las fresas dignas de Chanel, Grado con sus productos de huerta, y Trubia, con la fábrica de cañones al ralentí. Allí el tren metió la marcha atrás y por un recorrido encajonado digno de Birmania alcanzó San Claudio. Un poco más allá, bajo tierra, el trenín de colores llegó a su destino tras varias horas de viaje por un paisaje de fantasía.

Al otro lado de las puertas acristaladas de la Estación del Norte, tras una escultura que entorpecía la vista, esperaba la calle Uría. Al día siguiente el viajero se dirigió al HUCA. Sabía que era el final.

-"Se me fue la vida", murmuró. "¿Por qué no la disfruté más?".

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