La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Javier Morán

A divinis

Javier Morán

La piqueta, el tranvía y la procesión

De cómo el patrimonio antiguo o la tradición fueron despreciados en los sesenta

No es un dato despreciable que en torno a los años sesenta del pasado siglo funcionaron a placer las piquetas que echaban abajo viejos edificios, los nuevos autobuses que desplazaban a los tranvías o los católicos que daban la espalda a las procesiones. En su librito "La destrucción del patrimonio arquitectónico", Fernando Chueca Goitia narraba con acierto que hubo tiempos en el que ningún alcalde español conciliaba correctamente el sueño hasta que no lograba un "rascacielos" para su ciudad. La Jirafa en Oviedo, Bankunión en Gijón, o la torre de Valencia en Madrid lo certificaron rigurosamente. Pero eso fue sólo una parte de la destrucción, ya que edificios de un valor sobresaliente caían como moscas y el ciudadano celebraba la fachada de gresite, tan moderna, del inmueble recién levantado en el solar.

Cuentan también que el tranvía murió a causa de la presión del fabricante Barreiros y del abundante petróleo de la postguerra mundial. Será una exageración, pero el mismo ciudadano que alababa el gresite los tranvías le parecían una cosa vieja y eliminable. No quedó una sola vía en las calles de España, y hoy lloramos la pérdida de aquel transporte eléctrico, limpio y fiable.

Pero el frenesí de los sesenta recibió nombres elogiosos y optimistas: desarrollo (más tarde mudado en "desarrollismo"), bonanza económica, "baby boom", etcétera.

En cuanto a las procesiones, el fenómeno de su desaparición fue más complejo, aunque no se deba negar la influencia de esa visión despreciativa de lo antiguo. Y antiguos y mayores eran los que procesionaban, porque llevaban haciéndolo con entusiasmo desde la postguerra franquista, pero envejecieron y el relevo generacional nunca llegó. Dicha postguerra había sido un mundo de desfiles militares, de "tedéums", de palios sobre el cráneo de la autoridad..., y de procesiones. Y cuando llegó el momento de desmontar el "nacionalcatolicismo" -una tarea dura, pero necesaria desde el punto de vista de la Iglesia, e impulsada en Roma por Juan XXIII y Pablo VI-, la guadaña lo segó todo. Fue rápido y precipitado. De nuevo el frenesí de los sesenta.

Hay que añadir aquí que mucho de ese furor se encarnó en el postconcilio Vaticano II (finalizado en 1965), a partir del cual la piedad popular, tan propia de la Semana Santa, se juzgó necesitada de acrisolamiento. Era un dicho de la época que "para ser católico con Pablo VI es necesario tener el PREU", lo cual significaba que al católico había que avivarle el seso.

Una fe emocional y basada en escapularios e imageniería se consideraba necesariamente revisable. Y si bien es cierto que Ignacio de Loyola había acertado de pleno -como Spinoza con los afectos del alma-, al discernir entre los "afectos desordenados" y los ordenados, también es verificable que no existe cosa más triste que un templo luterano o calvinista, totalmente desprovisto de imágenes y encalado como una sábana de mortaja.

De donde se deduce que las cosas han de ser ordenadas hacia un "principio y fundamento" -de nuevo el de Loyola-, pero no arrasadas en el altar de la novedad y con desprecio por la tradición, la cual es no más que aquello que nos ha traído hasta el presente (no confundir con cierto y funesto tradicionalismo pues, como se ha dicho, el desarrollo se extrema en desarrollismo y, por el otro lado, la tradición en tradicionalismo).

Puede, no obstante, que el término tradición resulte demasiado grave y parece más liviano el concepto de patrimonio, por ejemplo cuando se habla de "recuperación del patrimonio" histórico, industrial, etcétera. En ese plano, las procesiones han tenido más fortuna que edificaciones y tranvías.

Compartir el artículo

stats