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Escritor y experto en desarrollo rural

Los hijos de Robert Graves

El arraigo de los descendientes del escritor

De la extensa obra de Robert Graves, de la cual dio cuenta ayer su hijo William en el Club de Prensa de La Nueva España -en especial de "La Diosa Blanca"-, fijo mi atención en "Por qué vivo en Mallorca", una colección de relatos que tiende a pasar desapercibida, eclipsada sin duda por las obras apabullantes de Graves, que exploran las grandes culturas e historias de la humanidad mediterránea.

Dos cosas me llaman la atención en ese trabajo, aparentemente menor, y que traigo a propósito de mis preocupaciones sobre el territorio, la ruralidad, los conocimientos nacidos de la tierra y la educación. La primera, es la forma en la que Graves describe el proceso de enraizamiento en esa nueva tierra. Transplantado desde Gran Bretaña, su vida, y la de su familia, echan raíces en un lugar nuevo que hacen suyo y en el que se funden acoplándose, como hizo el maíz cuando llegó a Asturias, hasta hacerse del país. Algo parecido, en una versión casi antropológica, cuenta Gerald Brenan de Las Alpujarras en "Al sur de Granada".

La segunda, es la preocupación de un padre por la educación de sus hijos. Robert Graves, que había llegado a Mallorca en 1929 tuvo que abandonarla en 1936 a causa de la Guerra Civil. Regresó de nuevo en 1946 con su compañera sentimental Beryl Hodge, que después sería su esposa, y sus tres primeros hijos -William, Lucía y Juan, de 5, 3 años y 18 meses- y lo hizo a un pueblo, que seguía igual que cuando lo dejaron diez años atrás, y a una España inmersa en la dictadura y el retraso. El desvelo por la educación de sus hijos se hace entonces explícito. Graves quiere sortear las limitaciones del sistema educativo de la época para que sus hijos exploren la apertura de miras y el pensamiento libre. La familia Graves Holge quiere vivir en Mallorca, pero no en una dictadura, ante la que pasa desapercibida. Los adultos disponen de suficientes recursos para evitar ese conflicto pero los niños son muy vulnerables. El caso es que el matrimonio consiguió, finalmente, que sus hijos se educaran con éxito.

Cuento esta historia porque me gustaría saber -sigo arrimando el ascua a la sardina de mis preocupaciones- si la Fundación Robert Graves, que dirige su hijo William -el primer experimento de éxito educativo de su padre- tiene la fórmula, la pedagogía y el método con el que educar a los niños nacidos en los pueblos para que se vinculen a la tierra, a los olivos seculares o a los castaños, al olor a otoño o a pación recién segá y a la vez al humanismo universal. Que los niños en las aldeas se sujeten a la tierra no solo por lo afectivo, sino por lo efectivo. Que puedan vivir en sus pueblos, armados con su propia cultura, sin que tengan que plantearse el horizonte único de la emigración a la ciudad. Que puedan sortear esta nueva y hegemónica dictadura combinada de pensamiento único urbano y tecnologías virtuales que todo lo homogeneizan. Que puedan ser, como soñó Robert Graves para sus hijos, locales y universales. Isleños y continentales, razonablemente felices, que puedan ordeñar cabras sin renunciar a estar iluminados por la Diosa Blanca.

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