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Crítica / Teatro

De chisteras y kipás

La fascinación por Shakespeare sigue intacta cuatrocientos años después de su muerte

La compañía de Eduardo Vasco finaliza con esta función su gira de "El mercader de Venecia", inaugurando a su vez en Oviedo el ciclo Cervantes & Shakespeare. Un final que es un comienzo y también una continuación, pues Noviembre Teatro es la cuarta vez que acude al bardo inglés desde que su director regresara de la CNTC. Y lo hace con éxito una vez más. Una escenografía sobria, una tarima en el escenario y al fondo un telón de terciopelo al uso. Un pianista en escena recrea los mejores momentos y la iluminación hace el resto. El vestuario de Lorenzo Caprile, de inspiración decimonónica, destaca por sus fracs, levitas, terciopelos y la nobleza de los paños.

Las interpretaciones de esta obra han hecho correr ríos de tinta. Aunque trata múltiples asuntos, es el debatido antisemitismo el que eclipsa a otros no menos importantes, como la obediencia a unas leyes injustas, de raigambre sofoclea. "Nada es nunca lo que parece en las obras de Shakespeare", nos dice Vasco, y es cierto que en el personaje de Shylock, una de las grandes aportaciones a la literatura universal, conviven el rencor, la usura y el ansia de venganza con una impresionante humanidad, dolor, sufrimiento y amor a la legalidad, con el que se podrían identificar muy bien muchos espectadores hoy en día. La contenida y brillante interpretación de Arturo Querejeta, con matices irónicos, encarna a la perfección el resentimiento y odio servil, en su ansia de lograr el cumplimiento estricto de las leyes, víctima del robo y traición de su hija, así como del insulto y vejación de la sociedad cristiana.

Antonio podría asimilarse a un bróker actual, cuyas ganancias están en el aire, en activos tóxicos que naufragan al igual que las naves del mercader en el proceloso mar de Wall Street, en el que tampoco faltan los piratas. Esta versión hace poco hincapié en la relación de amistad con tintes homoeróticos de Antonio y Bassanio, quizá rebajada por la interpretación un tanto sobreactuada de Francisco Rojas, que despoja al personaje de cierta humanidad, cargando las tintas desde la dirección con el escupitajo final a Shylock, carente de clemencia o caridad cristiana.

La pieza arranca con ambientación decimonónica, romántica, alejada del tono convencional declamatorio que correspondería de situarse unos siglos atrás. Aunque pronto deriva hacia la farsa en la escena de los cofres, la carnavalada gondolera y los enmascaramientos, con un efectivo juego de sombreros de tres picos, chisteras, kipás y hasta un bombín que va de contrapunto. Batiburrillo estilístico sostenido por la unidad de luces y espacio. Por más que el pretendiente moro y el baturro supongan un refresco para el espectador.

El ritmo es muy ágil, casi trepidante, simultaneando y encabalgando escenas con acierto. Aunque inevitablemente algunas tramas paralelas queden un tanto desdibujadas en la adaptación. El final feliz con ambiente festivo contrasta con la derrota de Shylock, figura gris y mortecina, que arroja su balanza, como aldabonazo a nuestras conciencias. Cuatrocientos años después, como demostraron los aplausos, Shakespeare nos sigue fascinando.

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