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Crítica / Teatro

El silencio de las termitas

El estreno en el Filarmónica del ciclo "La Escena Contemporánea"

Titzina abrió en el Filarmónica el ciclo "La Escena Contemporánea" y lo hizo e con la conmovedora "Distancia siete minutos", que lleva desde 2013 cosechando éxitos por toda España. El sello de la compañía es inconfundible. Su depurada técnica de creación, al igual que el buen vino, requiere maduración y tiempo. La documentación, el trabajo de campo y las pertinentes improvisaciones en la sala de ensayos suponen una larga gestación. No es de extrañar que en sus quince años de vida sólo haya producido cuatro espectáculos. Así el espectador saborea el resultado y lo agradece.

Una música emotiva y una grabación de la NASA nos informan de la misión espacial "Curiosity", que incluye un robot para explorar Marte. Al mismo tiempo, el 15 de abril de 2004, ocho millones de personas se quitaban la vida, incluida la madre del protagonista, un juez de 40 años afectado por una plaga de termitas, que debe abandonar su casa por unos días y se refugia en el hogar paterno. En la pieza hay dos viajes, uno exterior, de estratosfera, y otro interior, de un ser que busca la felicidad y no la encuentra. El gusto de Titzina por los nombres parlantes no pasa desapercibido, desde el propio nombre de la compañía, adaptación del término "silencio" en croata, hasta el robot Curiosity o el susodicho juez, que irónicamente se llama Félix y dista mucho de ser feliz. La madre muerta, Pilar, es la base de las difíciles relaciones padre-hijo.

Dos mesas practicables, un sofá y un eficaz juego de fundidos les son más que suficientes para crear los distintos ambientes. La dramaturgia configura una rápida sucesión de escenas en dos planos: la casa y el juzgado. La acertada interpretación de Diego Lorca, en el papel del juez abrumado por el sinsentido de las pequeñas causas cotidianas, tiene su contrapunto en la versatilidad apabullante de Pako Merino, que se transforma en un sinfín de personajes distintos, sin ninguna caracterización externa, con un mero cambio de postura corporal o registro de voz. Aquí es donde el espectáculo consigue sus momentos más cómicos, con el borracho faltón amnésico, la maruja rencorosa, el fartón moroso, el ladrón de carros de supermercado a rebosar o el divorciado irreductible, que trabajados desde la más absoluta verdad alcanzan altas cotas de absurdo.

El eje de la historia son los problemas de relación paternofilial. Reproches, soledad e incomunicación que sobrepasan el conflicto generacional. Otro de los grandes personajes de Merino es el padre de Félix, hombre huraño, y de pocas palabras (hilarante la disertación sobre las variedades de manzana evitando hablar de la madre), que en su afán controlador y posesivo pierde a los seres que más quiere.

El tono general de la pieza es melancólico, en grises, pero al final se deja una puerta abierta a la esperanza. Algo tiene de extrañamiento esta naturalidad delirante y surrealista en los personajes y situaciones, que lo hermana al teatro de Sanzol. Los aplausos sinceros y emocionados suponen un buen arranque para este ciclo de teatro contemporáneo que merece la pena seguir. Con espectáculos así el éxito viene garantizado.

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