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La crueldad del olvido

Aunque en el programa de mano se defina como una farsa trágica, estamos más bien ante un drama con toques de humor. "El padre", séptima incursión teatral del multipremiado autor francés Florian Zeller, trata con inteligencia un tema tan difícil como el del alzhéimer. Nada más cruel para el espectador que ver en el escenario el reflejo de lo que les puede ocurrir a sus seres queridos. La enfermedad ya ha sido tratada en infinidad de ocasiones por el teatro y el cine. Incluso el propio Alterio protagonizó "El hijo de la novia", de Campanella, con temática similar. No obstante, la originalidad de esta pieza consiste en presentarnos la acción desde el punto de vista del enfermo, con el que se identifica el espectador. Para ello se crea un juego de confusiones, saltos temporales y seres que aparecen y desaparecen, fantasmagóricos, que dan al conjunto una sensación de desconcierto y un misterio muy atrayente y al mismo tiempo de gran desasosiego. La acción avanza de forma cíclica, en bucle. El principio es el final, nada es lo que parece. El espacio se transforma, los personajes doblan actor y los actores doblan personaje, desconcertando al espectador tanto como al protagonista. La escenografía realista reproduce el interior de una casa acomodada que paulatinamente se convierte en la habitación de una clínica, con un blanco aséptico de soledad y olvido.

La interpretación de Héctor Alterio es sobrecogedora. Encarna con humanidad y ternura a este "lúcido" anciano obsesionado con el robo de su reloj. Como en la vida misma el humor brota en las situaciones más desesperadas, fruto de los equívocos, la ironía, desinhibición y manía persecutoria del protagonista, construido desde la más absoluta verdad. Otro personaje bien perfilado es el de su hija, brillantemente interpretada por Ana Labordeta, que soporta con dulce abnegación y paciencia el dolor de esta situación, sufriendo también la incomprensión del entorno familiar. El monólogo donde nos relata cómo en sueños asfixia a su padre, queriendo poner fin a su angustia, nos conmueve. El resto del reparto, con una implicación indirecta en el trance afectivo, aporta la visión externa del problema.

Sólo la música, de inspiración hitchcokiana, constituye un elemento distanciador innecesario que no acabamos de entender, pues la contundencia argumental y la veraz interpretación van por otros derroteros. El singular juego de la dramaturgia y la experta dirección de José Carlos Plaza transmiten con eficacia la incomprensión de lo que nos rodea, la impotencia, la indefensión y el desamparo más absoluto al enfrentarnos a la pérdida de nuestra identidad, que en definitiva es de lo que trata la obra. El inquietante grito final cuestionándose "¿quién soy yo?" -el terror consciente de lo que nos está ocurriendo- es la clave y la tragedia de esta enfermedad de tanta actualidad.

El cariño que el público le profesa a Héctor Alterio quedó de manifiesto con una larga ovación y el teatro puesto en pie. Y es que la pieza de Florian Zeller y su excelente trabajo no eran para menos. Hace unos años, con motivo del rodaje de la serie "Vientos de agua" en Asturias, tuve la suerte de compartir taxi y secuencia con este entrañable actor. Pero ésa es otra historia.

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