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Crítica / Teatro

Amores perjuros

Sobre uno de los textos de Shakespeare menos conocidos y representados

"Trabajos de amor perdidos" es una de las obras menos conocidas y representadas de Shakespeare. Incluso Kenneth Branagh fracasó comercialmente al llevarla a la gran pantalla en una versión musical. Sin embargo, es una obra de orfebrería fina, llena de sutiles e inteligentes juegos de palabras, que activan prodigiosamente "el dardo en la palabra" (apropiándome del título de Lázaro Carreter). No es extraño, por tanto, que la Fundación Siglo de Oro, procedente de la compañía Rakatá, aceptase el reto que le propuso el Shakespeare's Globe Theatre de coproducir esta singular comedia ambientada en el Reino de Navarra.

El rey de Navarra y su séquito decide dedicarse durante tres años al estudio y la contemplación, llevando una vida de privaciones alejada de las mujeres. Nada más comenzar su encierro, reciben la visita de la princesa de Francia y sus damas, lo que hace que todos intenten romper el juramento convirtiéndose en perjuros. Todo ello envuelto en un sinfín de enredos, equívocos y situaciones cómicas que no dan tregua al espectador. Pero la trama no importa demasiado, porque lo relevante es el juego del lenguaje, cada frase es un redoble de ironía, un comentario brillante superior al anterior, una sentencia ingeniosa que responde y reta a otra no menos inteligente. La lucha que se establece entre el sentimiento y la inteligencia parece reclamar el sibilino lema "si quieres darme en el corazón, dispárame a la cabeza".

Pero lo que al lector se le presenta como una comedia irónica, la adaptación de José Padilla lo desplaza a un tono farsesco muy convencional. Con una ambientación decimonónica fuerza los tópicos navarros de religiosidad en las sotanas del vestuario o con la reiteración del mantra "Navarra será el asombro del mundo". Son varios los cambios llevados a cabo, como el de la caza mayor con arco por el perdigón al pato, lo que revierte en una mayor comicidad y pérdida de nobleza. O el travestismo de las damas francesas que en el original no es más que un enmascaramiento con antifaz. Aunque lo que más llama la atención es la escena añadida de la boda con teatrillo para conseguir el "happy end," que enmienda el final abierto del autor. Una intervención arriesgada, que los directores justifican por la supuesta intención de Shakespeare de escribir una segunda parte. Estos cambios que afectan al tratamiento y manipulación del texto no merman el trabajo de los intérpretes -de todos-, que es formidable. Sobresaliendo Lucía Quintana como Rosalina, el personaje más feminista, que devuelve chanza por chanza y reivindica su derecho a decidir. "Mis labios no son propiedad común aunque estén abiertos".

La escenografía son unos postes polivalentes, quizá muy omnipresentes, que recrean los distintos espacios apoyándose en meros cambios de iluminación. El ritmo sostenido y la comicidad de los intérpretes fueron del agrado de un patio de butacas casi lleno, que disfrutó de la función. Con esta coproducción anglohispana continuamos el ciclo de hermanamiento de Shakespeare y Cervantes en su cuarto centenario.

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