Fui al Bellas Artes a ver una escultura, a tiro fijo, aunque ahora no dejan llevar armas; es más, me hicieron quitar la mochilita que cargaba a la espalda para sugerirme colgarla al pecho, como nodriza con bebé. Quería ver el busto de Jovellanos, que esculpió Gragera, y cuando acaricié la cabeza (mármol de Carrara) del insigne gijonés, saltó la alarma humana: "¡No lo toque!". El vigilante me fichó y no dejo de seguirme, por más que traté de despistarlo yendo a la sala del cuadro de Goya, donde Jovellanos posa con tan famosa y ridícula postura, que quise imitar con mi paraguas, mismo que el guardia ordenó que plegara y envainara y etcétera y así toda la tarde persiguiéndome, como el teniente Gerard tras el Fugitivo, obsesionado con su captura. "Oiga, si todo el mundo acariciase a Jovellanos, fíjese usted". Y yo pensé: "Si todo el mundo fuera guardia, ¿quién delinque?".