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Al norte del paralelo 43

Jabalíes en la ciudad

Las últimas incursiones de cerdos salvajes vistas desde una especial perspectiva histórica

-¡Aquí! -, dijo aquél centurión en la cima de la colina, justo al final de Altamirano y principio de La Rúa. Y unos quintos de Tarraco se pusieron a construir la primera domus de Oviedo. El asunto había empezado un tiempo antes, tras firmar el tratado de libre comercio entre Roma y los Astures, en el campamento del Picu Llagüezos. A raíz del mismo los lugareños debían dejar la gestión de la finca a los administradores del Imperio, y retirarse a vivir al Picu Castiellu, en Tiñana, o a Xagú, pero a cambio podrían aprender latín, crear riqueza trabajando en las huertas del nuevo dueño de sus tierras, profundizar en sus conocimientos mineros, o incluso practicar la navegación en galeras. Un mundo lleno de oportunidades.

El lugar era algo apartado pero ideal, con su fontán para el ganado, la vega de suelo excelente hasta Colloto, leña abundante, y buena vista hacia la capital, Lugo de Llanera, y la domus de Parque Principado. Gracias a la mano de obra con condiciones de contratación razonables para un buen empresario, pues los obreros trabajaban por la comida, la finca iba bien. Bueno, menos el problema de los jabalíes, que no dejaban un nabo, ni una castaña, ni nada.

La guerra la perdieron los colonos, pues cuatro o cinco siglos más tarde allí solo vivían dos frailes aburridos, de nombre Máximo y Fromestano.

Pero la vida da muchas vueltas, y aquella casería abandonada en la calle La Rúa volvió a su esplendor cuando Alfonso El Casto decidió situar la capital de reino en el centro del territorio a gobernar, cayéndoles el pelo a los dos frailes tristes, que pasaron de la vida apacible al barullu de Gascona. Los alrededores de la nueva capital se llenaron de aldeas donde se producían los alimentos de los urbanitas, obligando a las fieras corrupias a cruzar el Nalón y retirarse en dirección a la cordillera.

Todo fue a mejor, en especial a partir del día en que un genovés algo chiflau convenció a Alonso de Quintanilla -ovetense y ministro de Hacienda- para el trazado de una nueva ruta a las Indias. Aquello salió bien y a Asturias llegaron les fabes, el maíz, y los pimientinos para poner en vinagre. Sidra, fabes, gaita, alguna figal para un pigazu. Posiblemente en aquel momento empezase el Paraíso.

Por supuesto hubo algún problema entre aquellos siglos y hoy. La marcha de la Corte para León, los líos entre isabelinos y carlistas, los franceses, el fregao entre republicanos y nacionales, cosas así? En fin, lo lógico en una sociedad aun invertebrada, sin futbol televisado ni seguridad social, los pilares en los que se sustenta la paz.

Pero se siguió avanzando.

Hasta que el otro día aparecieron los jabalíes en el jardín de Villa Magdalena.

Un tema interesante, la prueba del nueve de que todo lo andado desde Roma se está derrumbando. Y el asunto se entiende a poco que se analice: los novecientos mil asturianos urbanos adquieren sus alimentos a grandes cadenas de distribución que compran les fabes en Minnesota, las manzanas en Río Negro, y la leche en Utrecht (el por qué es otra cuestión), con lo que nuestros campesinos no venden una escoba. Y no les queda otra que apuntarse al paro y abandonar la casería, lo que permite a los jabalíes cruzar el río y volver a fozar en las huertas de la Vega. Nada, que la vida es un ir y venir.

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