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El Sanatorio Girón

Una operación de amígdalas fallida

En lo que sigue siendo la Plaza Primo de Rivera, estaba el Sanatorio Girón, donde un día, allá por los años 50 y pico, ingresé para operarme de anginas. Yo era un mozacu de unos 14 años, y hasta entonces el médico de casa abogó por que no me operasen de las amígdalas porque para eso había puesto Dios las susodichas, como defensa y prevención de otras enfermedades. Pero me dieron mucha guerra, mucha fiebre y días en cama, por lo que el médico determinó, al llegar a esos 14 años, que había que operarme y para eso me puso en manos del cirujano.

Dicho cirujano escogió el Sanatorio Girón, y allí me ordenó ingresar y prepararme para tal operación. Ingresé tal como hoy, y me tocó como compañero de habitación a Manolo, un maquinista del ferrocarril del Vasco que como compañero era genial, de buen humor y había entablado muy buena amistad con un hombre de Ciaño de Langreo, encamado porque iban a operarle de la vista. Un día más tarde me enteré que él langreano era pariente de Hilario, padre de Toni el joyero.

Entre el langreano, cuyo nombre no recuerdo, y Manolo, organizaban unas buenas folixas, y casi todos los días encargaban una botella de sidra y unos chorizos que debían de saberles a gloria, lógicamente, siempre callando de los responsables del sanatorio.

Así que yo lo estaba pasando bomba con aquellos extraordinarios paisanos. Tanto es así que yo me estaba olvidando de mis anginas, je, je, y el cirujano también, porque, habiendo pasado tres días, fue la monja responsable de la planta la que me pregunto qué hacía yo allí, se lo conté y fue ella la que llamó al cirujano para recordarle lo mío. Lo mío y lo de él, claro. Así que dio instrucciones de que me preparasen para operarme al día siguiente. Y así fue.

Al día siguiente, sobre las once de la mañana, me dieron dos pastillas y me mandaron meterme en la cama y que no me levantara por si me mareaba. Así lo hice, pero a las doce y pico ni me mareaba ni me dormía, por lo que determiné levantarme y asomarme a la ventana para entretenerme con el tráfico endemoniado de Primo de Rivera con General Elorza. Estando a la ventana Manolo y yo, se abrió la puerta de la habitación y apareció un celador con una camilla con ruedas y dijo: "Debí de equivocarme, porque vengo a buscar a un chico dormido y que van a operar de anginas". Reaccionó Manolo y le dijo: "No te equivocaste. El chico es éste". Entonces el celador me dijo un tanto apurado: "Quítate las zapatillas, sube a la camilla y hazte el dormido. Bueno se va a poner el médico cuando te vea". Y así lo hice.

Cuando llegue al quirófano, enseguida vino el cirujano a verme y, efectivamente, se cabreó al verme tan despierto y me preguntó si me habían dado unas pastillas para dormirme. Le dije que sí, pero que no me habían hecho efecto alguno. Y entonces se cabreó más todavía. Y dijo: "Ya que estás aquí, voy a operarte igual". De una mesita cogió una gran jeringuilla que tenía una larga aguja y me dijo: "Abre bien la boca". Cosa que hice sin rechistar. Pero algo debió de temblarle al médico porque, sin llegar a pincharme, una parte del líquido se derramó sobre mi garganta, lo que me provocó un tosido, cuyo líquido fue a parar a su cara. Entonces gritó: "Yo así no lo opero. Quítenlo de mi vista".

Se disponía el celador a devolverme a la habitación, pero yo me bajé de la camilla y, descalzo, bajé solo hasta la habitación. Allí me esperaba mi hermano que, sorprendido, preguntó si ya me habían operado. Le conté lo sucedido y me dijo: "Vístete, que nos vamos" . Y así acabó la infructuosa historia en el Sanatorio Girón.

Para que ustedes sepan cómo acabó lo de aquellas amígdalas, días después me las quitó el doctor Carlos Suárez, en su casa de Suárez de la Riva.

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