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Chuzos de hipocresía

Los prejuicios en torno al caso de María José Abeng y su hijo Juan Francisco

Dos mujeres hablaron ayer con gran conmiseración del niño de María José Abeng, la chica a la que la Audiencia Provincial ha devuelto la patria potestad de su hijo tras cuatro años de batalla judicial y casi otros tantos en los que el pequeño estuvo acogido por una pareja valenciana. Reprobaron la sentencia, especularon sobre la vida y milagros de la madre biológica, y empatizaron con el sufrimiento de la familia de Levante. Lo hicieron mientras esperaban a que el semáforo entre Independencia y Uría cambiara a verde. Entre frase y frase repetían una coletilla: "Lo principal es el menor". Aquellas elegantes y perfumadas señoras daban por hecho que María José es pobre, incapaz de redactar por sí misma la carta en la que explicó públicamente su situación y protagonista de una vida disoluta. A la par, según ellas, el matrimonio que se hizo cargo del crío está formado por dos personas de una extraordinaria calidad humana y habrá sufrido una pérdida irreparable si el Supremo no falla a su favor. "El chiquillo estará mucho mejor con la pareja, dónde va a parar. No hay derecho. Lo principal es el menor". El rojo dio paso al verde y cruzaron sin dejar la conversación.

La calle es la red social por excelencia y lo que se lee en Facebook o en Twitter no siempre refleja a la masa. Es raro leer un tuit de alguien de más de 60 años. Y eso, en una ciudad y una región como ésta, avejentadas, constituye la opinión de más de la mitad de la población. Aquellas dos mujeres, sin saberlo, están lanzando a su paso el "hashtag", #QuítenleelhijoaMaríaJosé. Generan irreflexivamente una corriente de pensamiento que defiende que el niño debe ser adoptado por una familia de acogida, sin importar que llegado el momento, cuando pregunte por su verdadera madre y sus orígenes, le tengan que decir que su madre se llama María José, que es negra como él, que le quiere y luchó por él, pero que ellos se negaron a entregárselo o a mantener una relación cordial.

Lo hacen en los semáforos, en el trabajo, en el restaurante, en la sala de espera, en los museos o en la peluquería. Precisamente iba a la peluquería cuando coincidí con las señoras en el cruce y me refugiaba como podía de la lluvia bajo el paraguas. Fui a un salón estupendo, de los que te sirven café o infusiones para hacer más corta la espera y el sillón del lavacabezas da masajes. Tres o cuatro mujeres de las que no se prodigan por las redes sociales se peinaban y mantenían una conversación liviana; desde la entrada en la Universidad de la hija o la nieta, al santoral del día (que por cierto, el de ayer era Nuestra Señora de los Dolores o Santa Aurora, entre otros). Al acabar busqué mi paraguas sin éxito. "Perdone, pero no lo encuentro. ¿Se lo habrá llevado alguien por equivocación?". Muy diligentes me prestaron otro y me preguntaron, sorprendidas, si estaba segura de haber llegado con él al establecimiento. Lo estoy. Más que nada porque no hice paradas y de no haberlo tenido hubiese llegado hecha una sopa. Llamaron por teléfono a las únicas tres o cuatro señoras que habían atendido antes que yo, que ya se habían marchado y que no se prodigan por las redes sociales. Todas dijeron que no tenían el paraguas, un modelo llamativo y completamente diferente a los que allí había.

De nuevo en la calle volví a coincidir con las mujeres piadosas que hablaban sobre el niño de María José. Seguían erre que erre. "Sí, sí, ella es de Senegal o por ahí. Vete tú a saber qué vida tendrá y si será decente. Lo principal es el menor". Decente. Pensé que lo decente en el Oviedín del alma, el de las meriendas en Rialto y las caminatas por el paseo de José Antonio -hoy paseo de los Álamos- hubiese sido pedir un paraguas prestado en caso de no tenerlo o devolver el mangado con las orejas gachas.

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