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Crítica / Teatro

Movida de cardados y calaveras

Una obra que sucede a la hora de revivir una época

La pieza bien podría servir como parte del homenaje que Oviedo rinde a Tino Casal, pues la comedia está ambientada en una peluquería abierta en plena movida madrileña donde se llega a entonar "Eloise". Fue realizando un proyecto de investigación sobre espacios teatrales, y en la peluquería Corta Cabezas de Malasaña, donde el dramaturgo de origen gijonés JuanMa Pina tuvo la feliz idea de escribir "Lavar, marcar y enterrar", efectuando las representaciones in situ ante un reducido número de espectadores. De ahí pasó al off madrileño y después a las giras hasta alcanzar su cuarta temporada, que es la que nos ocupa.

Con la movida madrileña entra España de pleno en la postmodernidad. Se caen los discursos, las ideas, empieza el pensamiento débil, lábil, la era de lo falso y el postureo. La música, el cómic y Almodóvar fueron su máxima expresión artística. Al teatro llegaría más tarde de la mano de Sergi Belbel, y sólo en algunos espectáculos (Nieva y Arrabal, próximos a esta corriente, apenas eran representados).

"Lavar, marcar y enterrar" carece de pretensiones reivindicativas, no tiene crítica ni dogma. Su sencilla y clara línea argumental no es más que un esbozo que apunta a culebrón criminal o de terror, una anécdota de cartón piedra sin mayor importancia, porque de lo que se trata es de revelar las formas para revivir una época y una estética, haciendo hincapié en modos y maneras que nos seducen al convertir lo impostado en sustancial: el glamour de los peinados y el vestuario, los postizos, las poses y demás parafernalia, ahora con el valor añadido de lo retro.

Pero el acierto del autor y director, lo que nos llama la atención, es la honestidad y sencillez con que aborda el trabajo. Todo está medido y pesado. No hay excesos ni abusos retóricos de ningún tipo. El humor sale de las situaciones y poses sin estridencias, sin forzamientos ni exabruptos soeces, fruto de un texto limpio y bien escrito. Y otro tanto ocurre con los intérpretes, por absurdos y extraños que parezcan. El argumento es simple: dos atracadores atolondrados irrumpen en una peluquería y secuestran a la dueña y a su ayudante, para realizar un butrón y robar a los chinos que tienen por vecinos. Elisa Matilla debuta en Oviedo como resabiada y vengativa peluquera. Mario Alberto Díez es su ayudante friqui, robótico y neurótico adicto a las rutinas, que nos recuerda al Sheldon Cooper de "Big Bang Theory". Juan Caballero y Rebeca Plaza, en otro registro, dan vida a los dos secuestradores y doblan papeles en los divertidos flashbacks. Con pelucones, hombreras, bombachos y monos galácticos, pura psicodelia, desfilan el exmarido de la peluquera, pastillómano y alcohólico, su amante el travesti Charito, imitador de la Durcal, y una excéntrica americana que quiere comprar el inmueble.

La escenografía reproduce una peluquería de la movida con tres grandes espejos enmarcados en oro, un secador y algunos otros útiles. Lástima que el autor no se haya recreado más en estos detalles. Hubo irrupciones en el patio de butacas, aproximando la representación al espectador.

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