La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El tenor Lauri-Volpi y su experiencia en los toros

El cantante y los toreros eran dioses en Madrid

El tenor Giacomo Lauri-Volpi llegó a Madrid y comprobó entre otras cosas, que la gran artista que hacía furor en aquella temporada era Gabriela Besanzoni. Decía el gran artista italiano que para él era un sueño verse, tan joven, junto a compañeros cuyo nombre vibraba a los potentes sones de las trompetas. Experimentaba sincera emoción al unir su voz con aquellas voces gloriosas. Sentía que su éxito crecía, caracterizado por la relatividad del incógnito.

El pueblo madrileño y la aristocracia fueron conquistados por la voz aterciopelada, cálida y rica en matices que poseía la mezzosoprano romana. "Días felices los de Madrid", nos decía Lauri-Volpi -que no paraba de hablar con entusiasmo y una memoria increíble. Los recordaba como la revelación de un mundo fantástico, una vida de ensueños, en la que el amor, la belleza y la gracia nos daban la felicidad a los seres humanos, felices y ajenos a la tragedia que ensangrentaba toda Europa, más allá de los Pirineos.

La Puerta del Sol, era la puerta del Eterno Femenino, de la fascinación mujeril. Por ella paseaban las más hermosas. El torero y el tenor eran los dioses de Madrid, los toreros brindaban al tenor la muerte de la víctima.

"Quise formarme, una idea de lo que era una corrida, 'La fiesta nacional', en donde las virtudes de la raza: valor, caballerosidad, gusto, elegancia, desprecio de la muerte, culto del honor y del amor, se manifestaban con la más soberbia luz del ideal. La plaza de toros aparecía fulgurante bajo un sol de primavera que dividía las gradas, repletas de espectadores, en dos partes: sol y sombra. Los Reyes habían entrado en su palco entre clamorosas ovaciones. Los palcos aparecían adornados con mantones de Manila, deslumbrantes de colores, que las bellísimas damas adornada la caballera con alta peineta. A las tres y media en punto la aparición del breve cortejo de espadas, banderilleros y piadores cruzó la arena hasta llegar bajo el palco. El presidente sin más dio la señal de empezar lanzando al alguacil la llave del toril. De repente cesó la música y las miradas de la muchedumbre se dirigían hacia la puerta por donde el toro entró en el ruedo, que estaba completamente vacío. El público seguía las diferentes fases de la lidia. Toda la corrida fue un continuo sucederse de invocaciones y maldiciones, palabras encomiásticas y ultrajes indecibles, ovaciones y silbidos. Vicente Barrera, un torero famoso del momento, me reconoció y quitándome la montera me brindó la muerte del toro con palabras de ritual. La faena, donde el arte y el conocimiento del peligro se dan la mano, fue concluida por una magnífica y fulminante estocada que produjo el delirio en la multitud", nos decía. Y proseguía, "yo le lancé una pitillera florentina de oro y esmaltes historiados". Lauri-Volpi regresó al hotel con la cabeza ardiendo. La impresión del espectáculo había sido demasiado fuerte. La fiera poderosa, exuberante, llena de vida y de fuerza, se revolvía impetuosa, presa de muerte. He ahí en síntesis de tiempo y de espacio el juego perpetuo de la vida y de la muerte. El triunfo de la inteligencia sobre el instinto. Sin embargo, no siempre sale de la plaza el héroe con todos los honores y por su pie. Ya que hay toros decididos a vender cara su piel. Nos lo decía el tenor romano que pasó bastante tiempo antes de que volviese a ver una corrida y eso que recibía invitaciones de los aficionados, que frecuentaban el teatro y la plaza de toros con el mismo entusiasmo que él aquella vez.

Compartir el artículo

stats