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Avidez ante los estrenos

El Betamax era mejor, todo el mundo lo sabía. Sólo la ceguera de Sony, ansiosa por monopolizar la gallina de los huevos de celuloide, y las limitaciones de la duración de los primeros modelos propició el advenimiento del VHS que era más grande, se conservaba peor y ofrecía menos calidad de imagen. El Betamax acabó perdiendo aquella primera guerra de los formatos, y los VHS inundaron los videoclubes de todo el mundo.

En uno de esos templos del cine doméstico descubrí lo que es la avidez. Recuerdo los días en los que llegaba al videoclub algún estreno de relumbrón. Los sospechosos habituales del local, que sabíamos al dedillo los horarios de los distribuidores y las pautas de comportamiento del gerente del local, convertido en amo del calabozo, nos plantábamos allí un buen rato antes de la hora prevista de salida. Por lo general, en la estantería de estrenos ya había preparado un hueco para ubicar la caja de la cinta, con la carátula hacia afuera. Y todos rondábamos aquel hueco, por más que nos hiciéramos los duros mirando las estanterías de cine clásico, como si todo el tema de los estrenos no fuera con nosotros.

Al principio, cuando querías alquilar una película cogías directamente el estuche, la caja. Lo apretabas contra la barriga, bien fuerte, como temiendo que te la fueran a robar en los diez metros escasos que separaban la estantería del mostrador. Aún recuerdo aquella sensación, el calor que parecía emanar del estuche, y que te embargaba de bienestar aún en los días más oscuros, que en las cuencas mineras eran casi todos. Con los años, volvería a sentir esta sensación al cazar una historia, al lograr una exclusiva o al encontrar algún papel revelador en un archivo ignoto. Siempre en el mismo sitio, en la barriga, que es donde nacen todos los buenos relatos. Con los años llegaría cierta "modernidad" a los videoclubes: en vez de llevarte la caja, cogías una ficha de plástico que colgaba de una alcayata, bajo la carátula. Obviamente, no era lo mismo, aunque la avidez permanecía.

Volvamos a eso, a la avidez. Creo que nunca conocí esa sensación hasta el estreno de "Arma joven". Aquella tarde estábamos lo menos una decena de cinéfilos, digámoslo así, en el videoclub. Yo era el benjamín, tenía nueve o diez años y era bajito para mi edad. Así que me colé en primera fila en el momento decisivo, cuando el gerente movía su cuerpo talludo hacia la estantería, con el anhelado estuche en la mano. Nada más depositarla en aquel lugar, un sinfín de manos se lanzaron a por el tesoro, pero dos llegamos antes: mi yo niño y un veinteañero con atuendo de rockabilly. Eran los ochenta, había "heavys" y había "rockers". Yo era heavy.

El chaval, al ver mi escasa talla, me cedió el botín diciendo algo así como: "Bueno, dale". Y yo lo apreté contra la barriga, ansioso por recibir aquel calor. Como era un estreno, te regalaban un alquiler de 48 horas para complementar, así que di un garbeo por las estanterías de acción y aventuras, a ver con qué podía complementar el programa doble. El rocker, que también sentía la avidez, se acercó a mí y me dijo algo así como: "Mira, chaval, en honor a la verdad los dos la cogimos a la vez, así que lo más justo sería que nos la jugáramos, ¿no crees?". Durante un instante dudé, pero pensé que el tipo tenía razón. Digamos que era una cuestión de honor, otra cosa que aprendí en el videoclub. Así que nos jugamos el alquiler con una moneda y... yo perdí.

Durante todo el camino a casa, dos kilómetros cuesta arriba que terminaba en las barriadas de La Joécara, fui maldiciendo por lo bajini, con un par de pelis bajo el brazo que no emitían aquel calor de los estrenos. Aunque aquello tampoco duró: al día siguiente, me encontré con el rocker cuando devolvía la peli, y lo amañamos para que yo la recogiera nada más soltarla él. Cosas del karma, supongo. Nos acabamos haciendo amigos, aquel chaval y yo. Una amistad de videoclub en la que cambiábamos opiniones y nos recomendábamos películas. Tampoco llegó a más: a fin de cuentas, el era rocker y yo era heavy.

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