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La puertina

Sobre cómo disparaban la imaginación algunas de las lecturas prohibidas a los menores en los 60

Lo dijo fechas atrás la Universidad de Oviedo, luego habrá que darle crédito. En realidad la noticia no era nueva, pues algo así había pillado en alguna de mis lecturas de la pubertad allá en los morales sesenta, a espaldas del bedel de la biblioteca y otras altas jerarquías -"Los Cuentos de Canterbury", "El Libro del Buen amor", o incluso hasta "La Regenta", no apta para aquellos menores- en las que había descubierto que los curas y las monjas también eran hombres y mujeres de carne y hueso. Lo que no sabían nuestros educandos es que no hay forma de ponerle puertas a la primavera, y que aquellos niños encontraban textos regocijantes en cualquier cosa. Recuerdo la mañana en la que un primo mío me leyó, con los ojos como platos, en una manoseada novela de Corín Tellado comprada en El Fontán, la frase "Elena estaba preñada de emoción". Una pasada.

El caso es que hace unos cuantos siglos, las monjas del convento de Las Pelayas gozaban de una clausura benévola, estando permitida la entrada de laicos, y contando además con la suerte de tener al otro lado del tabique al Monasterio de San Vicente, habitado por una buena gavilla de religiosos varones.

Pues bien, como está aceptado que "el hombre es fuego y la mujer yesca", lo propio es que en aquellos años surgiesen en el lóbrego edificio -al menos así se ve desde afuera- historias de amor, en toda su gama -dulces, incendiarias, tenebrosas, mágicas...- sobre las que se podrían escribir libros deliciosos. "Hoy las hermanas que lo habitan, salvo el milagro de sus cantos gregorianos, no tienen otra cosa que una vida monacal anodina", comenté en casa a la hora de comer.

"¡Como que anodina", saltó mi hija. "Además de sus cantos, encuadernan libros, hacen dulces, cultivan su jardín, y sobre todo se dedican a rezar por los demás, sean creyentes o no. Mientras tú rellenas los crucigramas de LA NUEVA ESPAÑA, ellas están recargando tu cuenta de rezos, que si no fuese por ellas la tendrías llena de telarañas".

"Bueno, es un sistema", dije yo. "Los tibetanos le dan a una rueca, un mecanismo que les suma puntos Avecrem mientras gira en las colinas ventosas del Himalaya, pero es que las monjas son humanas y es una pena que no disfruten enamorándose de un buen gañán".

"Las monjas", cortó mi mujer, "además de humanas son listas, y no os quieren ver delante. A ver si te enteras".

Del concepto que tiene mi mujer sobre los hombres -desconozco el motivo- no merece la pena hablar.

"Además", entró mi hijo en el debate, "si una persona quiere vivir apartada del mundo, en recogimiento, ¿por qué no lo va a hacer? Siempre que no obligue a los demás? Y si un día cambia de idea no tiene más que preparar el petate y salir a campo abierto".

Confieso que mirándolo así?, pero yo cada vez que bajo por la calle del Águila camino de Gascona y veo el caserón sigo pensando que vivían mucho más a gusto antes, cuando entre el convento de San Vicente y de San Pelayo había una puertina. El mundo a veces avanza para atrás.

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