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Ayudar a los incapacitados

La obligación de la sociedad de mantener jóvenes el alma y el corazón de los que padecen limitaciones

Alguien ha dicho que los pueblos felices no tienen historia. Este apotegma puede aplicarse a escala individual y personal. Pero la vida de una mujer o un hombre, íntimamente dichosos, puede adquirir un marcado relieve negativo cuando ocurre en su existencia una grave enfermedad o un dramático accidente con secuelas invalidantes que afectan al porvenir de la persona y que provocan una verdadera tragedia, no solamente individual, sino en el marco de la propia familia.

¿Se puede encontrar una respuesta válida a las necesidades de un gran incapacitado o una persona con movilidad disminuida? Todos los incapacitados se hacen preguntas sobre su futuro. Es lo que Pedro Laín denomina "La esperanza trágica". La respuesta a esa interrogación puede adoptar y adopta tres formas típicas: la resignación, la acomodación y la rebeldía, desesperada en algunos casos y esperanzada en otros. Sí, la esperanza es nota constitutiva de la existencia del ser humano. Tanto los grandes incapacitados como en aquellos casos con disminución en menoscabo deben disfrutar de una protección total, hay que ampararlos hasta límites insospechados. Y nada digamos de aquellos que no han alcanzado la independencia en sus actividades diarias, una vez finalizada su reeducación e incluso adaptada su vivienda. Hace tiempo que leí una sentencia ejemplar de un magistrado de Bilbao, según la cual las comunidades de propietarios deben asumir a partes iguales los gastos de las obras que faciliten el acceso al inmueble a un vecino minusválido. Toda vez que aproximadamente un 3,5 por ciento de la población padece algún tipo de minusvalía física, debiendo utilizar una silla de ruedas. Una persona incapacitada que no se le proteja especialmente es una persona psicológicamente muerta, que la sociedad aparta de su vida normal. Y esta persona, limitada a estar en el domicilio sin ocupación y con la mente clara, almacena grano a grano, día a día, el desprecio hacia esa parte de la sociedad que tuvo más suerte que ella. Igualmente hay que proteger a esas personas que padecen una movilidad disminuida y precisan protección y adaptación en lugares donde pueden disfrutar. Hablo, por ejemplo, de los teatros o restaurantes, donde dependen de familiares o amigos para acudir allí.

Hay que remover la conciencia social de España sobre el problema dramático de aquellos que se accidentan o enferman, con secuelas incapacitantes, toda vez que nuestro tiempo ha recibido el imperativo inexorable de una mayor justicia a favor de los incapacitados. En este aspecto, las barreras arquitectónicas producen una limitación gigantesca a los minusválidos y sea larga o corta la existencia de los discapacitados, nuestra obligación es mantenerles jóvenes el alma y el corazón, porque allí donde hay amor nunca se hace de noche.

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