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La mar de Oviedo

Babia

De vez en cuando viajo a Babia y no sólo por setas, ni sólo a comprar galletas a José Abel, en Riolago; no sólo al Palacio de los Quiñones, o a tomar una sopa en Huergas, con Pepe del Moriscal, ni a Villasecino donde galopaba el Rey Silo, ni a Santo Emiliano a clases de patsuezu, ni a Piedrafita a pasear con las ocas por el pinar; voy a Babia, y no sólo a comprarle arte a Manolo Sierra, a Truébano a charlar con Justo Braga, a visitar el Palacete, que fue ropería para peregrinos, a pasar vértigo en el puente de las Palomas, a la Majúa a hacer fotos de las Ubiñas, a la cascada del puerto de La Solana, al bar Brumas, en Cabrillanes, a tomar un clarete con Loredana, que vino de Sevilla y antes de Transilvania, o al restaurante Anita, en Cabrillanes, a degustar calamares del Sil, o a ver a Amalia en Embutidos La Montaña... A veces, ya digo, viajo a Babia sólo para estar, y hacer mucho menos de lo que puedo.

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