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La cabina

El simbolismo de los teléfonos públicos en las calles de las ciudades

¿Tiene usted unos níqueles? Nunca tengo suficientes níqueles cuando llamo desde las cabinas.

Elmer Rice, "La Soñadora". (Nueva York, 1945 / Buenos Aires, 1957).

Para una arraigada leyenda urbana había una cabina en los parisinos, y de Proust / Colette, Campos Elíseos, desde la que se podía llamar sin límite. La habría tuneado un altruista ingeniero teleco y siempre tenía cola. Es una imaginativa historia de cómo las cabinas son parte de nuestro sentimentalismo.

Ahora, fenecen irremisiblemente. O quizá no.

Se generalizaron en los sesenta. Mi abuela paterna, en sordera galopante, protestaba porque los precios telefónicos subían y se oía peor.

Es imposible rememorar todo el papel del teatro y cine, desde el claustrofóbico de Mercero / Garci / López Vázquez a la Tippi, refugiada de Hitchcock y sus pájaros, y el Superman que se transformaba entre suelo y bandeja... La masiva inmigración actual va unida a un enjambre de locutorios (Eduardo Romero / Cambalache). El código Harris de buenas prácticas cinéfilas fue anterior a la irrupción cabinista. El cabinista, sección de "Región", a cargo de Armando Méndez-Magadán, siempre con diálogo largo, terminaba lacónico: "¡Y colgó!".

La cabina española se confunde con la lluvia o el mar de pretensión azul; la británica es más llamativa e icónica. Una empresaria astur-francesa, tristemente desaparecida, se había hecho con el diseño british y se disponía a invadir el continente con rojos y microventanas cuando el negocio dio un giro espectacular y ¡ni una más!

Los móviles no deberían, sin embargo, rematarlas. Es servicio público tal el correo postal en crisis de cartas o el autobús a pueblos despoblados. Desde la única que queda en Las Regueras, unas gamberras, las Balaustrada, madre e hija, me amenazan, sin percatarse de que los teléfonos hablan por pura vocación. Los espejos no recuerdan jamás, dicen los poetas clásicos, las cabinas sí para hackers y buenos policías.

Y esas cabinas seguirán, con o sin el mágico señuelo de gratuidad en Campos Elíseos. Imaginemos, tras la decepción de la realidad, qué nos escribieron antaño los Toulouse-Lautrec y Antoine Blanchard o nos pintaron Proust y/o Colette en ese mismo legendario lugar cuando no había cabinas.

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