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El genio creador

Resulta todo un ejercicio de sinceridad bien hallada escribir sobre la ciudad en la que uno vive. Es inevitable describirla sin que la pasión avance vertiginosa por los recovecos del alma. En continua pugna se ama y se maldice este laberinto cotidiano. Y Oviedo invita a un café sin prisas, a ver pasar el tiempo desde la atalaya de la melancolía, a dejar que los instantes pasen cándidamente sobre las hechuras del día. De este modo, resulta inevitable enfrentarse a una catedral tan sola como magnánima que inamovible suspira por los pasos de unos caminantes azogados, que van siempre en eterna búsqueda. La ciudad de piedra deja rastrojos en el corazón y se marca con firmeza en la línea sinuosa del tiempo. Pasear por el casco antiguo es perseguir el sino de la urbe, merodear en el polvoriento atlas de los años. Las luces tenues de las farolas sacan astillas de la noche y lo dejan todo en las manos que tiritan con una copa, en las palabras que se traban con la complacencia de la madrugada. No es ningún secreto que hay ciudades que brillan mejor en la noche, y entonces su complaciente tesoro sale de la caverna que agita la esclavitud de los horarios. Se aprende a querer una ciudad con los contrastes que tejen su vida diaria. Así hay una calle Uría cargada de bullicio comercial con esmeradas dependientas que doblan con donosura la ropa, y otra que queda desierta en determinados momentos como una rampa hacia el infinito. El reloj de la Estación del Norte vigila y alerta de forma severa de nuestro frágil destino. Pero de los límites de esta ciudad sabe bien el Naranco, enmarañado de curvas que arrugan el mapa, alzando su vista sin piedad y resumiendo con toda la subjetividad de una mirada el aplomo de un Oviedo al que sofoca con rotundidad de socorrida brisa. Como un recordatorio que dulcifica la memoria aparece el Fontán de flores radiantes, de libros olvidados y objetos indescifrables. Entre la tregua de un vermut la gente compra algo más que nada; adquiere felicidad en las razonables cotas que subasta el calendario. Pero a conocer una ciudad se aprende también por los barrios periféricos de mortecinas conversaciones impregnadas de sidra y vino, por el debilitado andar de los solitarios que pueblan Pumarín. Las heridas de las estaciones y sus cambios se aprecian mejor que en cualquier sitio en el Campo San Francisco entre la tibia benevolencia de los árboles; cada banco esconde una historia y un tratado de pasiones. Allí se da el verdadero significado de las pausas. Las ciudades mudan de piel con el paso de los años, pero a pesar de ciertos cambios, esta ciudad se resiste a perder su alma de hoja seca, su serena templanza. Desde la distancia se añora y lastima el propio hábitat que te vio nacer y crecer; una relación tan estrecha que tatúa el interior. Pero cuando estoy en Oviedo veo pasar las horas como trenes lentos, cada calle sabe la misión que le encargo. Y celebro que mi ciudad es de lluvia abandonada; una lluvia que cala menos que en cualquier otro lugar.

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