Pedir anoche en la Plaza Porlier era tratar de rematar un córner en el último minuto. Con un billete entre los dedos, alcancé el área pequeña embarrada de cerveza, sidra y cristales de botellines rotos. Experimentado en la competitiva liga de la noche charra, asumí los agarrones y empujones como parte de un juego de contacto. De puntillas, busqué la espalda de infinitos defensas, que aunque vestían con camisetas diferentes, formaban parte del mismo equipo rival. Elegida la jugada ensayada, me fijé en la pelota. Antes de estar otra vez en disputa, pedía la hora mirando su móvil, con ojos cansados de color tatuaje. Cuando salto al remate, veo su flequillo platino cortado muy recto, para poner copas sin despeinarse en bucles de 90 minutos. Me adelanto para que el cabezazo salga directo a la escuadra. El rival levanta las manos, protesta y pide falta, pero no hay árbitro para anular el gol. La euforia de la celebración se resumió en un primer sorbo comedido a un mojito. Porque pedir en la Plaza Porlier era para ir partido a partido.