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La bomba del Fontán | Las crónicas de Bradomín

La sultana

La impactante revelación sobre la vida oculta de una mujer de mediana edad

Se llamaba Soledad. Esbelta, de gesto serio y mirada felina. Soltera. Podría rondar los cincuenta. En los años de merecer debía haber sido una mujer resultona; en la época que la recuerdo, disimulaba su rostro de paisaje lunar con buena mano de maquillaje. Yo, por entonces, apuraba mi adolescencia.

Eran los tiempos que te bañabas una vez a la semana. Cuando se estrenaba el domingo de Ramos. Los profesores de gimnasia daban clases prácticas con traje y corbata. En el Campo San Francisco existían "vallaurones" [guardias], pavos reales, ardillas, cisnes, pajarera, osa; y, la antiestética y escatológica "mona Coca"... En la iglesia de los Carmelitas, despachaba sus represivas filípicas dominicales el padre Florencio. La entrada a la ópera se convertía en plató de cotilleos. En los periódicos se insertaban notas de sociedad y las señoras acudían a los estrenos de películas recién salidas de la peluquería. Días en que los sobrados horteras epataban con su mechero Dupont de oro, y en el cristal trasero del coche lucían el eslogan: "Oviedo, ciudad madre de la vida padre". Melancólicos recuerdos en sonido monofónico.

Aquella mujer comenzó a dejarse ver por mi casa los domingos por la tarde, con motivo de las partidas de pinacle que organizaba mi madre y amigas. Vestía elegantemente y fumaba tabaco rubio: Chesterfield de contrabando, lo máximo que podía aspirar un fumador. Mi padre no podía soportar su presencia, solía referirse a ella como "la torta" o "la sultana" (¿?). Era la responsable local de la Regiduría de Formación y Cultura de la Sección Femenina de la Falange. Algún tiempo después supe que durante la prestación del Servicio Social, captaba jóvenes para llevarlas a cursos de formación en Valladolid.

Poco a poco me fue cogiendo aprecio, solía llamarme "torito". Durante sus ausencias de la ciudad me encargaba del regado de sus plantas a cambio de una generosa propina. Vivía en un bonito piso en la calle Asturias, a donde acudía dos o tres veces por semana. Un día me armé de valor y comencé a revolver por la casa dispuesto a encontrar dónde guardaba el tabaco rubio. Con cuidado, procurando no alterar el orden de las cosas, hurgué en armarios, aparadores y demás sin obtener el resultado deseado. Sin embargo, en un cajón de la cómoda del dormitorio, encontré una caja de madera repleta de fotografías, gran parte de ellas de colectivos con el uniforme falangista. En el fondo había un sobre: la curiosidad me pudo. Eran fotos de chicas en la ducha, otras en ropa íntima y actitud cariñosa junto a Soledad.

Durante algunos días aquel descubrimiento me alteró el sueño. Necesitaba contárselo a alguien. Nada mejor que utilizar a la fiel y servicial Patro [empleada del hogar], como confidente para hacer que la noticia trascendiera. No habrían de pasar muchos días para que la cosa tuviera consecuencias. El cabeza de familia, conocedor de la licenciosa vida de aquella, tomó cartas en el asunto. Soledad desapareció de nuestra vida en silencio, sin despedida.

En la sede central de la Sección Femenina, el Castillo de la Mota, entre las mismas murallas donde había consumido gran parte de su existencia Juana la Loca, "la sultana" había establecido su serrallo particular. Tiempo después pude enterarme de que la habían destituido y desterrado a Palma de Mallorca.

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