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Llevar mantequilla a Francia

La presencia asturiana en el mercado vecino

Fue, en su tiempo, muy usada la expresión de llevar hierro a Bilbao, como ilustrativa de lo inútil y hasta imposible o absurdo. El aforismo llegó a vivir más en el lenguaje popular que la producción de las exhaustas minas vizcaínas.

Desde muy niño, mis padres, en exigente imposición que siempre agradeceré, me hicieron pasar los veranos en internados franceses y algunos intercambios, todavía infrecuentes en la pacata y empobrecida sociedad española, muy anterior al "Erasmus" de Manolo Marín. Uno de los alicientes colaterales de aquellos estíos era topar con la mantequilla salada y el yogur, que eran aún desconocidos en mi dieta familiar, e, incluso, con inmensas cantidades de la mantequilla misma que se utilizaba también para las frituras. La mantequilla como tal ya se industrializaba en estos lares por la querida familia Arias, que utilizaba "Flor de Asturias" como una de sus marcas y uno de cuyos éxitos fue instalarse en Oviedo a pie de ferrocarril. Había también suministradores aldeanos que distribuían en la ciudad deliciosas mantecas entre hojas/fueyes de berza y un rudimentario dibujo, o simple señal, en el lomo de la deliciosa pieza amarilla.

Francia estaba mucho más adelantada para mis adolescentes entendederas.

Años después, al iniciarme en la carrera universitaria llamada Ciencias Económicas, manejé la mala traducción de un gran autor, James Henderson, y luego, ya en la denominada aún más pomposamente "Teoría Económica 2", los mecanografiados apuntes del hueso Profesor Castañeda. En ambos instrumentos, la mantequilla era ejemplo alternativo a la margarina por los ingresos crecientes de los consumidores.

Hogaño aquel maniqueo ejemplo no resistiría el papel de un gráfico académico o universitario. En cualquier caso, nada se decía del potencial excedentario francés que padecimos en la cornisa cantábrica durante mi personal participación en el primer Gobierno autonómico. Alguna región había dado mal, por estúpida ocultación, las producciones precedentes a la comunidad europea y no sólo por esa vejatoria cifra máxima, sino por la espiral de un concurso de yerros y limitaciones se mal cerró el capítulo de la negociación láctea, con balance notoriamente desequilibrado.

Por la pura casualidad de mi presencia viajera en París el embajador Raventós, tan ensalzado por Tarradellas contra lo que pronosticaba de siniestro en Pujol, me invitó en 1985 a asistir al posicionamiento de todos los grupos parlamentarios galos sobre el futuro ingreso español en el club europeo. Los comunistas, liderados por George Marchais, y los populares, por Chirac y Couve de Murville, salvo Valéry Giscard d'Estaing y Raymond Barre, autor de otro de los manuales que dábamos en Deusto, se oponían, recalcitrantes, a nuestro país por los datos agrícolas y ganaderos competitivos que temían.

Con esos antecedentes me resulta sorprendente y muy grata la buena nueva de que la mantequilla astur tenga cuota de mercado francés y me hace sentir orgulloso de los que en nuestra tierra, con tantas dificultades, son capaces de semejante proeza de producción, trazabilidad y ulterior distribución. Concurren un cúmulo de circunstancias sin duda, pero la visión empresarial astur, que no suele ser frecuente premio en la gran economía, ha resultado encomiable.

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