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La mirada de Lúculo | crónicas gastronómicas

Asesinatos en serie

La inteligencia despojada de malos instintos, el minimalismo, es muy preferible en las cocinas al intervencionismo criminal capaz de atentar contra la esencia de las mejores materias primas

Asesinatos en serie

Pienso en el campo y me asalta la imagen urbanita y algo asilvestrada de los pollos crudos paseando. Me gustan las huertas y los mercados por encima de la ansiedad destructiva de los fogones y los laboratorios. Cada vez admiro más la despojada inteligencia de los cocineros capaces de admitir la cocina como un último recurso del gran producto. Me he convertido en un minimalista: me interesan los ingredientes y la manera de servirlos sin grandes perturbaciones. Complicarse la vida delante de los mejores alimentos de la creación es un error de presunción y vanidad que con frecuencia pagan gusto y estómagos. Las buenas viandas, pescados, mariscos, verduras, etcétera, necesitan de muy poca intervención culinaria si están frescas. Se comen crudas, o respetando los tiempos de cocción y las temperaturas, o mimando la fritura; no hay nada peor que pretender buscarle una solución original en la cocina a algo que por sí solo ya es suficientemente bueno.

Como es natural esto lo saben los grandes cocineros, desde Francia a Japón, pasando por Italia, España, Escandinavia, etcétera, e ignoran los mediocres. Alain Passard, patrón del laureadísimo L'Arpège, olvidó un buen día de los efluvios de la complicación y se retiró a una cocina de los sentidos inspirada en hortalizas y legumbres limpias, de pescados y mariscos salvajes, capturados en las mejores circunstancias para no perturbar su último viaje. Sin ninguna duda, es más importante para el resultado final fiar la cocina a los mejores productos y proveedores que a la magia potasia de la alquimia inexplicable que algunos practican de forma insultante y nitrogenada. Una gran parte de los esnobs pudientes que pagan la factura en los llamados restaurantes de cocina de autor o creativa lo hacen por contar entre sus amigos que comieron aquí o allá, pero me atrevo a apostar que estarían encantados si por debajo de la mesa les pasasen una tortilla jugosa de patatas entre tanta viruta al salfumán doré con crujiente de chichinabo y reducción de oporto que sale de comandas luminosas que tienen como oscuro objetivo el asesinato en serie de pollos, pescados y verduras.

No estoy exagerando, creo que muchos lectores me entenderán. Los buenos ingredientes sacrificados a la vanidad de los cocineros, dispuestos a enmascarar absurdamente el plato, y de los restaurantes empeñados en disfrazar la factura sustituyendo el ingrediente por la impostada creatividad son víctimas del crimen masivo que se perpetra a diario. Más abominable todavía cuando se trata de esconder una mala elección del proveedor: de la granja, o de la piscifactoría donde los seres vivos han vivido los más infelices cautiverios comiendo lo que no deberían comer. Mucho más inteligente y honrado es elegir, si luego se va a cobrar, el buen producto y ser generoso con él en la mesa después de haberlo tratado con la delicadeza que se merece. Sin grandes y traumáticas intervenciones, o asesinatos alevosos. ¿Qué le hacen falta a unas hortalizas, por ejemplo, aparte de una cocción leve, como es debido, o un correcto aliño? Unos espárragos blancos de temporada, sin ir más lejos. ¿Qué muerte más digna le puede esperar a una buena gallina de Bresse que una cocción en cocotte, bien sellada al horno, con las verduras apropiadas?.

Los japoneses han explotado la magia sensorial del alimento crudo por medio del pescado. El atún toro de almadraba, de carne roja y excelente textura y sabor, es una de sus pasiones. Exploran la tersura de su carne haciendo una incisión en la cola del pez, que permite averiguar el frescor del índice de grasa, sinónimo de calidad. Como ya sabrán, en japonés, la palabra sashimi designa cualquier trozo de pescado crudo bien cortado que se acompaña simplemente de salsa de soja o se adereza con wasabi, la picante mostaza verde que a más de uno le habrá asombrado por su peculiar sabor. Sin embargo, de toda la variedad de pescados que en el Japón, el pueblo más ictiófago, se pueden llevar a la mesa no hay uno con mayor aceptación que el maguro, es decir, el atún, del que se aprecia tanto la parte grasa de un color rosado como la carne roja y magra. Por supuesto, no requiere de mayor intervención.

¿Y las ostras, esos maravillosos seres vivos? Algunos se han dedicado a estropearlas con espumas, gelificaciones, etcétera. Otros, con peores instintos incluso, a despojarlas de su textura gloriosa picándolas en trocitos para hacer con ellas tartare. Se ven las mayores barbaridades. Sin embargo, no hay mejor experiencia sensorial para el amante del crudo que comerse una ostra; llevarse la valva a la boca y arrancar con los dientes la criatura de la concha. Con ello está comiendo y bebiendo uno el mar, nada menos que el mar, aunque el desagradable efecto del agua salada haya desaparecido mágicamente.

La ostra es uno de los pocos eslabones que nos une con el pasado y ello no significa nada peyorativo si lo comparamos con las pulsiones criminales que inspiran la cocina brutalmente intervencionista de los asesinos en serie de los grandes productos. ¡Viva el minimalismo!

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