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Banksy en tres dimensiones

El mundo corrosivo y antisistema del grafitero, ahora convertido en artista millonario de gran impacto, toma cuerpo en su propio parque temático

El accidente mortal de la carroza de Cenicienta. efe

Varón blanco, rubio, alto, cerca ya de la cuarentena, natural de Bristol, con un diente de plata, un pendiente del mismo metal y amante de la Guinness. A esta ficha de corte policial le falta la foto porque el rostro del grafitero Banksy, a quien corresponden esos rasgos, es algo muy bien preservado. Ese anonimato actúa como potente elemento publicitario y ni siquiera se rompe cuando el mundo del artista, que desde los muros de lo alternativo se ha encaramado al quinto puesto en la lista de los más ricos de su gremio, deja de ser plano y adquiere volumetría en su propio parque temático. Banksy atrae multitudes y, como ya ocurriera en sus exposiciones, los banksyanos soportan largas colas para acceder a esa Disneylandia corrosiva y antisistema recién abierta en Somerset, un "parque temático para anarquistas principiantes", según sus propias palabras. La ocultación, que en principio fue la cautela elemental de alguien que se dedica a pintar sin licencia las paredes ajenas, es ahora seña de identidad de un artista en origen marginal que ha recibido como pocos las bendiciones del mercado, aunque se resista a ellas. Banksy es millonario gracias a un entorno mercantil que desprecia y se sigue autorreivindicando como vándalo."El mundo del arte es la broma más grande que existe", afirmaba en una entrevista en "New Yorker" en mayo de 2008. Su objetivo sigue en la calle: "No me interesa convencer a la gente del mundo del arte de que lo que yo hago es arte. Me preocupa más convencer a la gente de la comunidad de los grafitis de que lo que hago realmente es vandalismo".

"Una pared es un arma muy grande, es una de las cosas más desagradables con las que puedes golpear a alguien", teoriza el Banksy que desde los años noventa ha aprovechado todo tipo de soportes urbanos para dejar constancia de su radicalidad sin aspereza, de su mordacidad, su capacidad de triturar iconos, su compromiso con las causas que todo neoliberal considera trasnochadas. La combinación de imágenes potentes con textos certeros lleva a pensar que la publicidad, ese gran soporte del sistema de consumo, perdió a uno de los mejores el día en que Banksy optó por el camino alternativo. A comienzos de este siglo sus composiciones corrosivas, provocadoras, siempre con mensaje, formaban ya parte del paisaje urbano del Reino Unido y comenzaron a saltar de los muros a soportes más convencionales. Cambió la pintura directa por la impresión a través del estarcido, en la que el dibujo se estampa a través de los huecos abiertos en una chapa, una técnica más "rápida, limpia y eficiente", según el artista. Lo que empezó siendo un incordio para biempensantes es hoy una bendición: las paredes en las que dejó su firma se arrancan y en la posterior subasta suben hasta cifras que sólo están al alcance de aquéllos a los que Banksy más desprecia.

Pero el suyo es también un éxito popular y asequible. La regresión evolutiva de la reina de Inglaterra, el Churchill con cresta mohicana o el subversivo con la cara cubierta que en lugar de un cóctel Molotov arroja un ramo de flores se reproducen a miles en las camisetas que atiborran los mercadillos de Londres y encartelan la mayoría de los dormitorios de los alumnos de instituto de Gran Bretaña.

El crecimiento del "valor Banksy" no tiene parangón en la cotización artística, según los expertos de ese pilar del mercado que es Sotheby's. Al comienzo, el grafitero, junto con Steve Lazarides, el que fue su representante hasta la ruptura en 2012, subía sus composiciones a una página web y transformaba en grabados las que mayor aceptación conseguían entre los visitantes. De la venta directa pronto pasaron a las galerías y grandes almacenes como Selfridges. Obras que en aquel tiempo se vendían por 40 libras (unos 56 euros) cotizan ahora a 10.000 (14.000 euros).

Uno de los hitos de este proceso vertiginoso, en el que la propia voracidad del mercado catapulta al éxito incluso a sus más significados opositores, fue la exposición en Los Ángeles en 2006, que registró 30.000 visitantes en día y medio, con esperas de 90 minutos para ver un gran elefante pintado de rojo y con flores de lis doradas como símbolo de la pobreza global. También se mostraba un retrato de Madre Teresa acompañado por una de sus procacidades: "Aprendí una lección importante de esta mujer. A ponerme crema hidratante cada día". Una obra en la que parodiaba a Damien Hirts, el del tiburón de doce millones de dólares, llegó a venderse en 1,7 millones de euros. El propio Hirts colecciona a Banksy, algo en lo que también se lo gastan Angelina Jolie, Brad Pitt y otros excelsos de la pantalla.

En ese lugar de Weston-super-Mare que muestra que "la vida no es un cuento de hadas", el espectador se encuentra al anti-Disney materializado en un castillo de fantasía ruinoso y en el accidente mortal de la carroza de Cenicienta iluminada por los flashes de los fotógrafos que la rodean, toda una metáfora visual del final trágico de la princesa Diana. Es la provocación más reciente de ese Banksy que ha consumado a la perfección el afán de Ovidio que Descartes convirtió en su divisa: "Vive bien quien bien se oculta".

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