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La mirada de Lúculo | crónicas gastronómicas

Un bocado bárbaro que otro

El primer ser humano que se zampó un centollo debía de tener mucha hambre; la historia de la comida se consuela en el hábito y se nutre de vergüenzas ocultas que permiten cierta abstracción

Un bocado bárbaro que otro

Igual que cualquier otro rumiante las cabras tienen dos estómagos. Cuando uno pide buchada, un plato del Brasil nordestino cuyo origen se encuentra en las regiones campesinas de Beira en Portugal, le sirven un par de pequeñas vejigas del tamaño de una pelota de béisbol, vueltas del revés empapadas en parte del jugo de verduras de la cocción y acompañadas de arroz, judías y pirão (papilla hecha de harina de yuca), y una salsa de carne. Cuando se cortan con el cuchillo las vejigas el contenido de la asadura se desparrama sobre el plato inundando de un olor fuerte e indescriptible la mesa: intestinos, sangre, hígado, pulmones etcétera, junto a la cebolla, tomate y ajo. El famoso hagis escocés, puedo dar fe, es una broma insípida y hasta inodora comparado con la buchada de bode brasileña, que se suele aromatizar, además, con cominos, pimienta, cilantro, menta y cayena.

La idea de profundizar en las tripas de un rumiante produce a simple vista sofoco. Habitualmente comemos callos y, en la Francia meridional, los pieds et paquets han llegado a convertirse en una auténtica devoción. En Normandía, las tripas se comen à la mode de Caen, con legumbres, especias, sidra y calvados. Los zarajos, bautizados dependiendo del lugar de una u otra manera, proliferan por la geografía castellana y riojana. Los intestinos de los rumiantes hace siglos que forman parte de la dieta humana. Bien mirado es una barbaridad pero también nos hemos acostumbrado a comer caracoles, erizos de mar, y en Japón, el fugu, pescado tóxico, cuenta con una legislación restrictiva porque hay japoneses dispuestos a jugarse la vida hincándole el diente. Todo es cuestión de costumbre. El primer ser inteligente que comió un centollo debía de estar muy hambriento para zamparse una araña enorme y peluda sin saber por donde meterle el primer bocado. Al igual que otros, he comido sesos de ternera y de cordero, a la jardinera o fritos, desde que era niño sin preguntarme lo que estaba haciendo.

El historiador Felipe Fernández-Armesto cuenta cómo de modo irracional, algunos alimentos que son intestinos rellenos aún gozan de un cierto prestigio en la gastronomía occidental, mientras que los platos cocinados en estómagos se consideran rústicos y por ello comida poco apropiada para los gastrónomos. Están por ejemplo las andouilles o andouillettes, típicas de Troyes y de otros rincones de Francia, en las que el intestino grueso de un cerdo se rellena con trocitos del intestino delgado, sin más toque de distinción. Sus adeptos son legión y, sin embargo, hay muchos otros que huyen espantados del fuerte olor que despide la asadura después de pasar por la sartén, la plancha o la brasa. Por lo general se trata de personas que ni siquiera se imaginan la aventura sensorial de la buchada nordestina. Puede que a un tipo con ínfulas de gourmet una morcilla tierna le parezca bien y, por el contrario, se plantee una retirada en toda la regla o considere simplemente asqueroso el estómago de una cabra. En los embutidos, la calceta, la tripa, la vejiga, tapan las vergüenzas del alimento: en cierta medida significa una forma de abstraerse.

Las crudas descripciones de la escritora de viajes y comida Sharon Hudgins sobre las experiencias gastronómicas de los buriat en las estepas siberianas no hacen otra cosa que acentuar esa sensación de impotencia ante un estomago de rumiante. A ella le ofrecieron uno de oveja relleno de leche de cabra, sangre, ajo y cebolleta, atado con intestinos, sin cocer del todo. Extenuada pasó la bandeja a los demás para que siguieran metiendo la cuchara en una especie de masa coagulada que no le abriría el apetito a un tigre famélico. Bee Wilson, la fenomenal autora de La importancia del tenedor, debió de reírse alguna vez pensando cómo el precedente de los pinchos o de las brochetas son las lanzas con que los turcos ensartaban desde los pedazos de ternera, las cabezas de cordero, hasta los corazones que asaban sobre las brasas.

Todas las cocinas tienen sus festines del diablo. La ferchuse de los franceses incluye corazón y bofe de cerdo con vino tinto, patata y cebolla; la quaggiaridda, en Italia, son despojos de cordero mezclados con queso, embutidos en un redaño de cerdo y después asados. En Perú se comen los anticuchos, unos pinchitos de corazón que se asan en las calles. En Spilinga, un pequeño pueblo de Calabria, en el mezzogiorno italiano, cocinan una salchicha, la 'nduia, de lo más singular. Se prepara, como consta en la receta tradicional, a partir de las partes peores del cerdo y los mejores pimientos secos, dulces y picantes, todo ello envuelto en tripa. De acuerdo con las virtudes que se le atribuyen, sirve para limpiar las arterias, purgar los intestinos y excitar la lujuria. Se parece a una andouillete, incluso su nombre la recuerda, pero con el relleno se puede untar una tostada de pan o acompañar la pasta.

Pero hay algo absolutamente sublime, un capricho de los franceses, una auténtica joya de la gastronomía del bouchon lionés, o de la taberna parisina, que es la cabeza de ternera (tête de veau), cocida a fuego lento, con cebolla, limón, pimienta y clavo. Templada tirando a caliente, acompañada de una vinagreta verde, a base de mostaza, alcaparra, un ramillete de estragón, perejil y finas hierbas picadas, es un manjar.

En las listas homicidas de la comida figura con frecuencia una especie de gusanos salteados que se comen en Australia. Muchos se asustan por ello pero nadie lo hace, por ejemplo, del fervor que despiertan las angulas ¿Acaso no resultan enigmáticas frente al desconocimiento? Piensen, igualmente, como escribió el estupendo humorista Jerome K. Jerome, en el primer hombre que probó la salchicha alemana.

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