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Cuaderno del Báltico (1)

Aalto, Sibelius y un taxista de Helsinki

La inabarcable presencia urbana del arquitecto y el monumento de acero al compositor que tomó de la naturaleza su imaginario sonoro

El autor del reportaje, ante la cabeza de Sibelius.

Helsinki gozaba del tiempo cálido y la luminosa trasparencia que menos espera el visitante primerizo: terrazas en las calles, chiringuitos con toldos y sombrillas en el puerto, animación casi mediterránea y dimensiones "gemütlich" en las estructuras urbanas, con la sola excepción de los generosos parques y bosques que cubren un tercio de la superficie. El escenario doméstico de poco más de seiscientos mil vecinos se ofrecía amable al forastero debutante, perplejo ante la diferencia con el cliché oscuro y frío acuñado en la distancia.

Persuadidos de que en el primer contacto con una ciudad sobran los guías, que se empeñan en extenuar a rebaños de turistas con visiones globales que subestiman toda singularidad, apelamos al taxi local. En la parada de la plaza del Senado, centro neurálgico, encontramos al taxista más veterano -medio siglo en el oficio, según dijo- y a su experiencia nos acogimos. Sus lenguas eran el finés y el alemán, pero se manejaba con un inglés tan pragmático y precario como el nuestro. "¿Qué quieren ver?", preguntó al arrancar. "Lo que más haya impresionado a sus muchos clientes, y en especial lo que atañe a Sibelius y Aalto", respondimos en un alarde de originalidad. "A Sibelius hay que escucharlo, y Alvar Aalto ha hecho mas de ochenta espacios y edificios, la mayoría en esta ciudad. No bastaría un día para ver por fuera los más famosos". Dejamos a su criterio una selección "suficiente" y pareció complacido por la confianza.

Lo cierto es que, después del espléndido neoclasicismo del siglo XIX, la modernidad de la arquitectura urbana de Helsinki se describe en los nombres de Aalto y su estela. Maestros del diseño en las esferas artística y cotidiana, los fineses tienen a orgullo su sentido de las formas y una lógica de la proporción que ajusta la monumentalidad a la racionalidad. Callejeando con sosiego, encontramos en esquinas y patios interiores pequeñas "tiendas de diseño" que reinventan los objetos de uso común y duplican la banalidad de los "souvenirs" ofertados en otras. Por lo demás, hay edificios del gran arquitecto que no llaman la atención en una primera mirada pero verifican su valor en un estilo extendido por toda la ciudad moderna. Nuestro taxista demostraba un gusto certero al no detenerse ante edificios más retóricos, que los hay en abundancia y de mayor dimensión en docenas de museos, galerías, teatros, auditorios, estadios e instalaciones públicas de toda condición, bellos en general pero menos diferenciados de sus homólogos en el resto de Europa. El Helsinki de Aalto es singular y exclusivo sin una sola estridencia.

Esta pulsión identitaria parece congruente con el hecho de que el país que perteneció a Suecia la mayor parte de su historia y fue después gran ducado ruso, no alcanzase la independencia hasta 1918, un año después de la revolución soviética. De ambas etapas quedan huellas importantes en el perfil urbano y la mixtura de costumbres o el argot idiomático, pero su personalidad ha logrado imponerse con rasgos inconfundibles sobre la base de la imaginación artística y la consolidación de un estilo creativo. Coopera en ello el nexo del Báltico, anfiteatro de culturas especialmente sensible en una capital con más de cien kilómetros de costa y centenares de islas frente al territorio continental. La amalgama del este y el oeste se ha decantado en la voluntad occidentalista de Finlandia, miembro de la Unión Europea desde 1995. Conviviendo con el bullicioso turismo, la gente nativa parece alegre, activa y cosmopolita.

Comentando a duras penas todo esto con el taxista, la atención tenía que derivar necesariamente a Jan Sibelius. gloria nacional por su música y por su nacionalismo activo en la segregación de Rusia. Antes de darnos cuenta estábamos en el Parque Sibelius, bosque frondoso en las afueras de la capital, donde se encuentra su monumento en acero. Consta de dos partes: una gran cabeza incrustada en la roca y, al lado, un racimo vertical de cilindros de distinto calibre que evocan la tubería de un órgano sinfónico. Aseguran que, en los días tormentosos, el viento los hace sonar en trompeteo inarmónico, como "clusters" abigarrados en el azar de las ráfagas. El efecto tiene que ser impresionante, una misteriosa polifonía de la naturaleza. De ella extrajo el compositor el "background" de un imaginario sonoro que le hace distinto y reconocible desde el primer compás, aunque siempre atenido a las leyes de la armonía tonal. El día radiante, sin rastro del viento, nos privó de la experiencia sonora del gran órgano con tubos de acero.

Sibelius sigue siendo el tótem supremo de la música finlandesa, símbolo de su diversidad en el magma posromántico de toda Europa y perfil de primera magnitud en el nacionalismo reivindicativo. Brevemente, un héroe y un patriota con vigencia planetaria como artista creador. Su nombre opaca hasta cierto punto el de otros compositores de primera categoría, incluyendo a los que hoy viven y triunfan en la escena internacional. Sin afán de cuestionar su entusiasmo, preguntamos al taxista por la proyección popular de Einojuhani Rautavaara y la más joven Kaja Saariaho, talentos con muy sólida presencia exterior, pero no le sonaban de nada pese a la opción contemporánea de la cultura finesa. Ese inmediato instinto de la modernidad causó grave disgusto al propio Sibelius cuando, de regreso a su tierra tras vivir muchos años fuera de ella, sufrió el rechazo de su estética "anticuada". Los críticos ya estaban en otra dimensión y le negaban un reconocimiento sin tics estrechamente historicistas, como ocurría en toda Europa con los compositores refractarios a los progresos de Debussy y poco más tarde de Bartok y Stravinsky. Le amargaron la vida hasta el punto de incitarle a dejar la composición. El trataba de minimizar las objeciones ("No se sabe de ningún crítico que haya merecido un monumento") pero la herida moral creció hasta su muerte en 1957, a los 92 años. Ciertamente, de sus críticos y del esnobismo social que movilizaban, ya nadie se acuerda.

No podía ser de otra manera, tratándose del artista que dedicó la mayor parte de su obra a trascendentalizar genialmente la historia, los lugares, las leyendas y los héroes de su patria. Desde el juvenil "Kulervo" hasta la incomparable "Tapiola", en todas las salas de concierto del mundo siguen sonando las músicas de "Karelia" y "Luonnotar", los episodios de la mítica saga "Kalevala" , las hazañas de "Pohjola" y "Lemminkäinen", las cabalgadas nocturnas en "Tuonela", la vida y muerte del rey Christian, la música de escena de "Kuolema" y tantas otras, encabezadas por el poema "Finlandia", fetiche de la fe nacional.

Nos llevó el taxista a ver el espléndido teatro de la ópera realizado por Avar Aalto y reconoció modestamente que sus espectáculos no son comparables a los de Alemania o Italia, si bien reciben a precios simbólicos a todos los ciudadanos interesados en el género. La cultura no es en Finlandia un comercio sino un patrimonio de todos y para todos. Para consolar a nuestro amigo sacamos a colación el festival veraniego al aire libre de Savonlinna, referencia internacional que año tras año gana fama y adeptos de todas las procedencias. Se iluminó su expresión y nos cobró aquellas horas de compañía y conversación por debajo de la tarifa convenida. Antes de ello quiso hacernos compartir otra experiencia en Sibelius: la de fantástica iglesia excavada en la roca y coronada por una cúpula de cobre, en la que jóvenes pianistas virtuosos tocan cada día, ininterrumpidamente, piezas de muchos autores y básicamente del emblemático artista nacional, artista de culto en cuya música se reconoce y expresa un viejo pueblo y un joven país, profundo y dinámico en la contemporaneidad de un territorio bañado por el Báltico y extendido hasta la nieves eternas de Laponia y el sol de medianoche.

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