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La perfección del palacio Farnese

La actual Embajada francesa en Italia es un edificio magnífico, en el que la sobriedad de algunas zonas contrasta con el colorido de otras

El salón rojo del palacio. m. á.

Conozco su exterior desde mis primeras estancias en Roma. Entre Campo de' Fiori y Via Giulia, el palacio Farnese, Embajada de Francia en Roma, despierta admiración, como no podía ser de otra forma, ya que es uno de los más perfectos y hermosos edificios renacentistas de la ciudad. Proyectado por Sangallo el Joven, atendiendo al encargo del cardenal Farnese (futuro Papa Paulo III), se levanta en la plaza que lleva su mismo nombre. La fachada es de ladrillo con aristas en travertino. Las trece ventanas que se abren en cada uno de los pisos presentan diferente decoración.

En la construcción del palacio, además de Sangallo, trabajó Miguel Ángel, autor de la cornisa superior de la fachada. Otros grandes que dejaron su huella en el edificio fueron Vignola y Giacomo della Porta.

Confieso que mi lógico interés por conocer el interior del "dado Farnese", como se le conoce, se veía incrementado porque al escribir sobre Margarita de Parma entré en contacto con la familia Farnese, ya que Margarita estaba casada con Octavio Farnese, nieto de Paulo III, y tenía dos cuñados, hermanos de su marido, los dos cardenales, que vivieron en este palacio. Uno de ellos, Alejandro, fue quien se encargó de mandar construir la parte posterior del edificio que da al Tíber y que pretendió unir, por medio de un puente sobre el río, a la villa Farnesina que había adquirido al otro lado del río. A pesar de mis deseos de visitar el palacio, me resultaba complicado conseguirlo al ser sede diplomática, y aunque se permiten las visitas, tienen que ser grupos y además deben solicitarse con bastante antelación. En fin, pequeños inconvenientes que nunca me decidí a afrontar. Pero este otoño, Roma me ha concedido un pequeño regalo, ya que hace unas fechas se permitió la entrada libre a todo el público durante dos días. Las colas inmensas me hicieron desistir la primera jornada, pero en la segunda pensé que si iba al mediodía seguro que sería más fácil y no tendría que esperar mucho.

Entré después de casi una hora haciendo cola, que no se me hizo pesada en absoluto, pues las conversaciones a mi alrededor con ese apasionamiento que caracteriza a los italianos eran variadas y divertidas. Desde la señora que despotricaba porque le parecía una vergüenza que el Estado italiano cediese un edificio como aquel a Francia, pasando por la que recomendaba el mejor restaurante de pizzas o el señor que ya había estado el día anterior y volvía porque deseaba seguir disfrutando. Además, ¿quién se aburre con un teléfono si además dispones de wifi? Eso fue lo que hizo uno de los que esperábamos en la cola, mirar en Google y poder afirmar con suficiencia: "Señora, los franceses también nos dejan un edificio maravilloso en París para nuestra Embajada. Así que de regalo nada".

Intrigada por el comentario yo también quise informarme. Desde hace 135 años Francia tiene su Embajada en Roma en este palacio, por el que pagaba un alquiler a los Borbones (habían heredado el palacio a través de Isabel Farnesio, casada con Felipe V), hasta que en 1911 lo compra, y el 1936 se lo vende a Italia con una cláusula por la que el Farnese puede ser ocupado por Francia durante 99 años. A cambio, Francia cede por el mismo periodo de tiempo la mansión La Rochefoucauld-Doudeauville como sede de la Embajada italiana en París.

Dicen que el palacio cedido por Francia es hermoso, pero pienso que no superior al Farnese, cuyo interior verdaderamente impresiona. Un vestíbulo, ideado por Sangallo siguiendo las directrices de antiguas residencias, da paso a una fastuosa escalera, hermosa en su desnudez, que permite el acceso a la primera planta.

No sólo las obras de arte: Tiziano, Sebastiano del Piombo, el Greco, Zuccari, Salviati, Cipolla, Volterra... sino la sobriedad de sus enormes pasillos, galerías y preciosos salones (9), que crean distintos y sugerentes ambientes, contribuyen a que la visita se convierta en inolvidable. El último de los salones, según el itinerario marcado para la visita, sorprende por su colorido. Es el salón rojo, cálido y acogedor, con sus lámparas negras y doradas. Aunque lo que llama la atención es el color dado por Antonio Cipolla al artesonado, una especie de café con leche.

El salón rojo despierta suspiros de admiración entre los visitantes, pero "la traca final" que nos espera es deliciosa. Los frescos de la Galería Carracci son preciosos. Después de los de la Capilla Sixtina y los de La Farnesia, son los más hermosos que he visto.

La galería fue encargada a Anibale Carracci, que no pudo terminarla al sobrevenirle la muerte, y fueron discípulos suyos quienes finalizaron los trabajos bajo la atenta mirada del cardenal Eduardo Farnese (nieto de Margarita de Parma y sobrino nieto de los dos cardenales mencionados anteriormente).

Este palacio estaría durante mucho tiempo en manos de los descendientes cardenales del Papa Paulo III. Primero los dos nietos y después su tataranieto Eduardo Farnese, que también era cardenal y un gran mecenas. Precisamente fue él quien encomendó a Carracci la realización de los frescos sobre temas mitológicos y que en la época se convirtieron en escándalo, al considerarlos poco apropiados para decorar la residencia de un cardenal.

Lo cierto es que muchas de las pinturas desprenden una manifiesta sensualidad. La escena de Giove y la hermosa diosa Giunone transmite amor no exento de pasión.

Debo confesar que por razones de trabajo me encantó contemplar a la diosa Diana o Selene besando a Endimión. Es enternecedora la leyenda que los envuelve y ver plasmada la emoción de la casta diosa ante la belleza del pastor, del que se enamora apasionadamente, me proporcionó una imprevista ilusión.

Sin embargo, esperaba que en la visita nos permitirían ver los jardines que dan a Via Giulia, pero no fue posible. Tal vez en otra ocasión lo consiga.

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