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Yo, jabalí

Así vive el animal que trae de cabeza a los asturianos por los accidentes y destrozos que provoca

Yo, jabalí

- El periodista Luis Mario Arce, especializado en naturaleza, retrata en este reportaje la "vida privada" del jabalí. Y lo hace de una forma muy peculiar: da voz a un jabalí y recrea, siempre respaldado con abundante documentación científica, cómo sería el monólogo interior de un miembro de esa especie salvaje, aborrecida por miles de asturianos por su presencia cada día más habitual en zonas urbanas, por los numerosos accidentes de tráfico que provoca y por sus destrozos en parques, campos de fútbol y todo tipo de fincas. Si los jabalíes pudieran hablar, esta sería su historia. La historia de una "invasión" de la Asturias urbana.

Llamadme jabalí. O xabalín. También "Sus scrofa". Depende de quién y dónde me nombre. Sea como sea, pertenezco a esa especie que se ha convertido en símbolo de un campo en abandono, con menos paisanos, menos cultivos, menos ganado, y con más matorral y más bosque. Un campo asilvestrado (todo el paisaje de Asturias, de cumbres abajo, está humanizado, culturizado, un proceso que ahora se está revirtiendo) en el que los jabalíes también tenemos más alimento porque han dejado de recogerse las castañas y otros frutos (importan especialmente los de otoño, cuya abundancia condiciona la fertilidad de las jabalinas). Eso ha hecho dispararse nuestra población (no hace muchas generaciones, los míos eran más escasos en todo el noroeste ibérico) y ha propiciado que lleguemos a las ciudades y entremos en ellas, que se nos vea más, que salgamos en prensa un día sí y otro también (incluso nos hemos convertido en personajes asiduos de "La tira y afloja" de LA NUEVA ESPAÑA) y que cada vez provoquemos más accidentes en las carreteras, que cruzamos, casi siempre de noche, en busca de alimento o para cortejar.

Pero basta de presentaciones. Anochece y una amalgama de penetrantes olores pone en alerta mi fino sentido del olfato. Es la hora en que los humanos sacan la basura. Una suculenta cena envasada y servida en cubos de plástico: comida rápida para llevar. Sólo debo tener un poco de paciencia: cuando la noche avance dejará de haber personas por la calle y entonces podré acercarme al origen de esos aromas, que no veo, porque están lejos y mi vista es pobre, pero cuyo contenido podría describir al detalle, con la minuciosidad de un chef que deconstruye un plato. Un par de horas más y me daré un atracón. Si hay suerte, nadie se cruzará en mi camino. Aunque, por muchas precauciones que tome, es fácil que me acabe topando con algún noctámbulo, generalmente acompañado por un perro. Un problema: el olfato de los chuchos también es muy bueno, y ven mucho mejor, así que no es fácil pasar desapercibido cuando andan cerca. Si eso ocurre, lo más prudente es retirarse. Pero si tengo que defenderme, no dudaré en hacerlo, y en la larga historia que nos enfrenta con los perros, en el cuerpo a cuerpo mi especie lleva las de ganar. Nuestras defensas -los caninos inferiores hiperdesarrollados, de hasta 20 centímetros de longitud- son muy peligrosas, capaces de despanzurrar a cualquiera que se ponga por delante (y eso lo saben bien nuestros principales enemigos, los cazadores humanos; no en vano las llaman navajas).

Ser un jabalí urbano, como yo (vivo en un barrio de la periferia de Oviedo, en la falda del monte Naranco, donde todavía hay vías de paso entre la ciudad y el campo), tiene sus pros y sus contras. Para algunos, es una elección; para otros, la única forma de asentarse en un lugar, sobre todo en los más saturados (no somos territoriales, pero la disponibilidad de comida es limitada incluso si dispones de un catering diario de desperdicios). Aunque nuestro ambiente original es el bosque, somos muy adaptables y nos basta con algún bosquete o, mejor aún, una buena mata de matorrales que nos ofrezca refugio para dormir, huir y, en el caso de las hembras, también para parir. El alimento rara vez representa un problema: comemos casi de todo, aprovechando los recursos de temporada y los más abundantes o fáciles de obtener en cada momento y lugar, y somos poco escrupulosos, pues nos sirven igual los alimentos frescos que en descomposición. En ambas cosas nos ha ayudado que cada vez haya menos humanos en el campo: el abandono de los cultivos ha hecho aumentar el matorral, volviendo los campos más seguros para nosotros, y como los humanos casi han dejado de recoger las castañas (que durante largo tiempo fueron parte esencial de la dieta campesina), disponemos de buen alimento en otoño. Por otro lado, al acercarnos a la ciudad, nos alejamos de los cazadores, que nos persiguen con saña. A menudo logramos burlarlos, a pesar de las rehalas que nos acosan sin desmayo, pero muchos de los nuestros caen en las cacerías. Llegar a diez o doce años, como yo, no es fácil... Sólo algún jabalí cautivo ha muerto de viejo, con casi 20.

La mayoría de los jabalíes que no mueren a tiros lo hacen atropellados (o, más propiamente, golpeados) por un coche al cruzar una carretera (¡las hay por todos lados!). Como somos corpulentos (yo me he quedado en unos 90 kilos, y pesos de 100 o 110 no son excepcionales, aunque el jabalí medio asturiano ronda los 80; nada que ver con nuestros parientes de los Cárpatos polacos, los pesos pesados de Europa, que llegan a los 350), el impacto es muy fuerte y para nosotros suele ser mortal. Las personas que viajan en los vehículos también se llevan lo suyo. Me ha tocado presenciar alguno de esos accidentes y fue horrible: un golpe seco, como una explosión, un jabalí despanzurrado en el asfalto, muerto o moribundo, un coche destrozado y uno o varios humanos heridos, cubiertos de sangre, con fracturas y con diversas contusiones y magulladuras. No logro quitármelo de la cabeza. Y algún que otro susto me he llevado. Cada vez hay más carreteras, más coches, más velocidad... y nosotros también aumentamos en número y ocupamos más territorio, así que los accidentes son el pan nuestro de cada día (desde 2008 ha habido jabalíes implicados en casi 700 accidentes de tráfico en España, el 18 por ciento de aquellos en los que hay un animal de por medio). Cada noche piensas que te puede tocar a tí. Esto ocurre menos en las zonas de montaña, pero allí hay más cazadores y la naturaleza es más dura: se pasa hambre en invierno y hay lobos, nuestro gran enemigo, el único, en realidad, pues zorros y águilas reales sólo se atreven con los rayones -nuestras adorables crías, con el pelaje rayado hasta los seis meses- o con algún jabato, los "adolescentes", de entre seis y doce meses. Esto lo saben mejor sus madres, las únicas que se ocupan de la prole. Lo admito: somos malos compañeros, pues sólo estamos con las hembras hasta que quedan preñadas, y peores padres, ya que no nos ocupamos en absoluto de nuestra descendencia; pero así han sido siempre las cosas para los jabalíes.

Yo residía antes en un bosque alejado de la capital, pero lo talaron, tuve que mudarme y un día, en un paseo nocturno (llevamos una vida sedentaria, pero somos grandes andarines, sobre todo los machos, y más los viejos verracos solitarios), llegué a la ciudad... y me quedé. Otros me siguieron. Sé que en las ciudades los humanos no nos quieren. Nos tienen miedo, porque somos grandes y muy fuertes. Sin embargo, sólo si nos vemos acorralados, sin vía de escape, o si tenemos crías (las hembras) en peligro, plantamos cara en vez de huir. Cualquiera haría lo mismo, ¿no?

También temen que transmitamos enfermedades. Pero los que más se arriesgan a ello -exponiéndose a la triquinosis y otras infecciones- son aquellos que nos cazan furtivamente y que, sin pasar un control veterinario, comen nuestra carne. Me da escalofríos hablar de esto, pero los humanos dicen que es muy sabrosa, de sabor más fuerte que la del cerdo, nuestro descendiente doméstico, y la cocinan de distintas maneras e incluso se reúnen para degustarla en lo que llaman jornadas gastronómicas, supongo que como cuando nosotros nos juntamos en un patatal o en un maizal recién cosechados en busca de los tubérculos o el grano sobrante.

Y sí, tiramos los cubos de basura y rompemos las bolsas desparramando su contenido -¡cómo si no vamos a elegir lo que queremos comer!-, y hozamos en los campos de golf y en los céspedes de los parques, pero tampoco lo hacemos con mala intención: debajo de la capa superficial de tierra hay todo tipo de golosinas: lombrices, raíces, tubérculos...

Eso es todo. Por eso nos han colgado el sambenito de enemigo público número uno en las zonas urbanizadas (en la montaña lo conserva el lobo a perpetuidad). Por eso y porque somos supervivientes natos y sabemos sacar provecho de las oportunidades. A nuestro omnivorismo le debemos el no pasar hambre en ningún lugar; siempre hay algo que llevarse a la boca: frutos secos o carnosos, bayas, tubérculos, raíces, setas, semillas, gusanos, insectos, reptiles, roedores, huevos, carroña... todo vale. También nos multiplicamos con facilidad, a pesar de que las hembras sólo tienen un parto anual, en el que nace una media de cuatro o cinco rayones. Es una familia numerosa, aunque sólo una o dos crías llegarán a adultas. Aún hay una tercera razón para nuestro éxito: nuestra vida nocturna, que no es una elección, sino una forma de escapar de quienes nos persiguen; en los pocos lugares donde no se nos molesta campamos a nuestras anchas a pleno día; eso sí, sesteando a la sombra durante las horas de más bochorno en el verano.

Nuestro propio cuerpo, macizo, estrechado hacia los cuartos traseros, es una máquina perfecta para moverse entre la vegetación más intrincada de los sotobosques y los brezales, rompiendo literalmente la maleza. Nuestra jeta (el hocico alargado) levanta el terreno como si de una excavadora se tratase (salvo que el suelo se hiele, razón por la cual estamos ausentes de las regiones más frías). Y nuestro pelo nos abriga y protege a la perfección, aunque es tan denso que en él se infiltra infinitud de parásitos; de ahí que nos revolquemos en el barro y luego nos restreguemos contra los árboles, para quitárnoslos de encima (y para aliviar los picores). Por esa necesidad siempre estamos cerca del agua.

Me despido. Clarea el día y debo desaparecer. No me iré lejos, pero una vez me encame seré invisible. Sólo mis rastros (huellas, hozadas, rascaduras, cerdas prendidas de las alambradas) delatan mi paso. Mi conquista.

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