Los frutos secos son una de las señas de identidad del otoño en los bosques caducifolios atlánticos. Bellotas, avellanas y, más tardíamente, castañas y hayucos componen un nutritivo y sabroso menú de temporada que aprovechan numerosas especies de fauna, algunas estrechamente dependientes de ellos para acumular reservas o para hacer despensas, dos soluciones alternativas a la obligada frugalidad invernal. La nuez, de origen cultivado, se suma a ese banquete que tiene -y, sobre todo, tuvo- aprovechamiento en las sociedades rurales. Constituyen una comida calórica, proteica y rica en oligoelementos.
La perdurabilidad de estas nueces y drupas (la nuez, paradójicamente, no pertenece a la tipología de frutos que toman su nombre) hace que estén disponibles en el suelo de los bosques a lo largo de la mayor parte del invierno, cuando las comidas sustanciosas escasean. Más aún, los frutos de roble, haya y castaño poseen una singular importancia ecológica porque de ellos dependen la supervivencia otoñal e invernal de algunas especies de fauna y el éxito reproductor de las mismas, e, incluso, la productividad global del ecosistema.